teníamos catorce años y ya éramos poetas


Detrás del último no va nadie
Que me quedé esperando.
ven palabra, ven a mi
cuando miro por encima de mi hombro
el vacio sonrie.
Ven palabra, que nos vamos a entender
sé que estas ahi, no seas orgullosa.
Hoy no quiero ganar, no quiero perder
ven tonta, juguemos
no tengo todo el tiempo
o si.
Tengo cosas que hacer.
Me estan llamando y no vienes
cuando me canse de esperarte
cuando me haya ido
vendras y no habra nadie
te encontraras con el sitio.
Ya me diras una palabra sola
con los tiempos que corren.
Voy a contar hasta tres
Uno, Dos... es broma
te espero lo que haga falta
tómate tu tiempo.
Aqui estoy al borde de la nada
agarrado a la barandilla de todo.

Colegio


Yo sabía perfectamente donde estábamos, era el Colegio Santa María, donde yo había trabajado doce años. Ya no había niños. Ahora era un matadero.
Nos bajaron del camión en el patio de juegos. Los columpios seguían en su sitio. Nos obligaban a caminar en fila india, nos golpeaban con las culatas de los rifles si los mirábamos a la cara o parábamos de caminar.
-Ahora vais a gritar como gritabais en las Asambleas, perros.
-¿Qué asambleas? yo soy maestro, esto es un error.
¿Dónde irán los niños ahora? ¿También han cerrado los colegios? Hace poco trabajábamos por la paga pero también creímos que estábamos construyendo una nación civilizada. Hemos fallado. Estábamos equivocados.
Pude vez fugazmente el despacho del director. Había manchas negras en las paredes.
En el aula quinto C se oían aullidos, y los soldados nos golpeaban con las culatas.
-No os paréis, perros. Eso les pasa a los subversivos como vosotros.
Había cadáveres en la escalera del gimnasio. Amontonados. Mirábamos de reojo. Habían sido gente.
Una mano en mi hombro me zarandeó y pensé en la muerte en persona. No quería mirar.
Una muerte rápida. Ahora, ya, venga.
-Hombre, el vampiro.
Me reconfortó. El vampiro era mi mote. Alguien me había reconocido. Pensé en vivir otra vez. Pero un golpe en la cara me tiró al suelo y luego algunas patadas en las costillas. Pude verle. Era Martínez. Todavía tenía cara de niño.
-Este es para mí, fue maestro mío.
Yo enseñé a leer a Martínez, no recordaba su nombre de pila, pero recordaba su sonrisa y esa forma de mirar pícara cuando se le reprendía.
-Al cuarto de las escobas, que luego vamos a recordar viejos tiempos.
No me pude levantar. Me pateó hasta el cuarto de la limpieza que no se podía abrir desde dentro.
Martínez gritaba desde el otro lado de la puerta.
-Piensa en lo malo que has sido, vampiro, en un ratito vengo a por ti.
Los otros reían alejándose, insultando, amenazando.
Oscuro pero no tanto. Entraba un rayo de luz bajo la puerta. Mala suerte, si en vez de ser Martínez hubiera sido Escobero, ese me adoraba. Improbable que Escobero se haya sumado al Alzamiento. Alumno ejemplar. En ese mismo cuarto había encerrado yo a más de uno, no más de diez minutos, para castigar alguna travesura.
Quise recordar si había encerrado a Martínez alguna vez, si, más de una, el que más. Lo cogía del brazo y él andaba cabeza gacha sin quejarse. Había pasado mucho tiempo, también recordé que el travieso de Martínez se había escapado las últimas veces, por el estrecho ventanuco de ventilación.
Estrecho pero no tanto. En cuanto el aire fresco de la calle me dio en la cara desaparecieron los dolores. Mis pies ya no arrastraban, mis piernas no temblaban.
Podía correr, volar a la Asamblea. A contarlo, a celebrar que tenemos uno dentro.

otilio y yo

Una novela estoy escribiendo. Es mi pasatiempo, mi obsesión, mi pena y mi alegría.
Todo lo que me pasa últimamente va a parar a la novela. Todo lo que encuentro en el día a día tiene que ver con el tema de la novela. Los personajes parecen que están vivos. Al principio me los invento porque necesito un malo, o a lo mejor necesito alguien que ayude al protagonista, le de un empujón o le ponga alguna dificultad, según. Los personajes son como tienen que ser para que puedan cumplir con su misión en la historia, pero no se qué tiene la novela que a las dos páginas ya empiezan a hacer cosas que yo no había previsto. Yo les doy cuerda porque siempre enriquece la historia. Siempre que la historia siga su curso tal y como la había pensado, la estructura aristotélica siga funcionando y sirviendo a la historia, pero los personajes me dan un poco de miedo, cumplen con su función, no tengo queja, pero hacen cosas que yo no había pensado antes, cambian, se relacionan entre ellos, yo creo que al final de cada capítulo quedan sin que yo lo sepa y hacen sus apaños, no sé quien se piensan que soy, ¿uno que pasaba por aquí? Soy el autor, el que manda, el jefe de esto. Mientras estén en mi novela saben que harán lo que yo diga. Hay uno que me trae por la calle de la amargura. Necesitaba un tipo depresivo en el capítulo tres, en principio no iba a ser necesario en los restantes capítulos, pero me salió tan gracioso como contrapunto del protagonista que decidí dejarlo, como un Sancho Panza. Pero el depresivo me sale con picos de euforia, a veces en el transcurso de una conversación, empieza llorando y acaba dando saltos de alegría. Incontrolable. En el capítulo seis tiene una crisis existencial y dice que tiene que poner tierra de por medio, se marcha. Yo lo dejo ir, los personajes se van y vuelven cuando les da la gana, me lo tomo con tranquilidad, yo los dejo sueltos, pero cuando se salen de la historia los dejo al margen. Si quieren ellos saben donde está la novela y pueden volver a entrar cuando quieran. Yo no pienso ir detrás de ellos, eso lo tengo claro, yo tengo el ojo puesto en mi protagonista y los demás allá cada cual. Total que al final del capítulo nueve el personaje este lleva dos capítulos, casi tres sin aparecer, y me da pena y dejo que otro personaje pregunte por él, entre comillas “lo eche de menos” ¿Qué habrá sido de Oti? Eso es otra, el personaje se llamaba Otilio, pero a las tres páginas ya estaban todos Oti por aquí Oti por allá. Total, que lo mencionan en el nueve, que es como una llamada, y en el diez no aparece, en el capítulo once lo meto un poco a la fuerza, obligado por una carta del notario, para presentar unas pruebas importantes para la historia, pues aparece a regañadientes en el último segundo. Bueno, un poco de emoción, pero antes de que acabe el capítulo vuelve a desaparecer. Yo no voy a ir detrás de nadie. Si quiere una novela para él solito primero que cumpla en esta. Además es un tipo secundario, no puede ser protagonista jamás en la vida, como mucho antihéroe en una historia humorística. Además, lo he creado yo, es mi novela, que nos olvidamos, que en mi novela se puede caer una maceta de un balcón cuando yo quiera y destrozarle la cabeza. Bueno, una maceta, se puede derrumbar la marquesina de un cine y aplastarlo, lo que se me ocurra, cualquier cosa que se me pase por la cabeza. Me está provocando. Por la cara.

tertuliano

Me conoces. Trabajo en la tertulia de la mañana, en la tele.
Cuando todo el mundo se levanta, yo llevo media hora en maquillaje.
Cuando todo el mundo empieza a trabajar, yo he terminado.
Todos los días opino sobre todo. Y suelo equivocarme, mis compañeros se sonríen, porque nunca acierto.
Y cuando digo nunca, es nunca.
Soy pesimista y digo:
- Me gustaría que las negociaciones de paz continúen, pero se van a interrumpir.
Después de decir eso, las negociaciones empiezan a fructificar.
Vuelvo a ser pesimista y digo:
- De corazón deseo que esa niña aparezca viva, pero esta claro que no va a ser así.
Inevitablemente, la niña aparece.
De hecho soy pesimista adrede. Matemáticamente, todos mis temores son disipados en el diario de las tres.
Esto no es una ilusión, es fácil de comprobar, todo esta grabado y se puede contrastar. Llevo dos años y medio sin acertar. En ningún tema.
Lógicamente mido mis opiniones, es una forma simple pero efectiva de dirigir el mundo.
No necesito rebuscados y maliciosos planes como Fu-Manchú, ni complicadas infraestructuras, como el Dr. No, y encima no soy el malo de la película.
Pero llevo las riendas.
Soy el calvito amable que últimamente se sienta a la derecha de la mesa. Seguro que no te imaginabas así al amo del mundo. El calvito pesimista de la tertulia.
Soy el mas antiguo, fíjate que soy el único de la mesa que estoy desde el primer día en el programa. Evidentemente cuando me di cuenta fue lo primero que dije:
- Algún día me sustituirán, aunque me gustaría trabajar siempre en este programa, lo cual es imposible.
Y aquí estoy. A todos se les ha sustituido menos a mi.
Todas las mañanas intento dejar el mundo mejor de lo que estaba, a veces me equivoco, pero mi intención es siempre buena.
Solo algo me preocupa, amigo desconocido, mi estado de ánimo no es bueno.
Mi mujer ha contratado a un abogado con MI dinero y se quiere quedar con Mi hijo, Mi casa, Mi sueldo y todo lo que es MIO.
No ha dejado de quererme, solo ha sopesado y de repente le interesa quedarse con todo lo mio y lanzarme de su vida.
¿Dónde han quedado las promesas de amor juradas? – Te amare siempre.
Me cabrea, no quiero ir al trabajo mañana. No en este estado de ánimo.
En cualquier momento el moderador me va a preguntar mi opinión.
Y tendré que responder.
Ella me dice que no se acaba el mundo. Y no se que opinar.

romeo

Querida Julieta:

Debes saber que no soy quien crees. He intentado serlo, dios sabe como, pero ha llegado el momento de la verdad.
No soy alto, ni rubio, ni ingeniero, ni conozco a Bruce Sprinteen, ni le he compuesto ninguna canción, ni siquiera hablo inglés.
La foto que te mandé es de un primo mío. La recorté del álbum familiar.
Tampoco tengo negocios, trabajo de dependiente en una mercería. No me gusta mi trabajo, no me gusta mi vida, por eso he sido quien quería ser mientras me comunicaba contigo.
He creado una ilusión y me he acabado liando. No se como pedirte perdón.
Llevo una semana sin comer, desde que fijamos nuestro primer encuentro.
Lo único verdadero es el sentimiento. Te quiero.
Me siento culpable y ridículo. Cuando encuentro a la persona de mi vida lo fastidio todo. Ya nada tiene sentido para mi.
No acudiré al encuentro.
Si te sirve de consuelo te diré que en momento de echar esta carta al correo mi corazón estallará en pedacitos y se desperdigará por el suelo definitivamente.




Querido Romeo:

He recibido tu carta y la he leído.
He vivido en una nube estos últimos meses. Debo confesarte que cada detalle que conocía de ti me ilusionaba más y más, cada palabra era la confirmación de que tú eras mi media naranja. Los días se me pasaban recomponiendo cada centímetro de ti, cada faceta de tu personalidad, te convertiste en lo más cercano a mi príncipe azul.
Y ahora esto…
Puedo confesarte ahora que algo sospechaba, había un detalle que nunca se confirmaba, tanto adorno, tanta perfección nunca culminaba. Nunca acabaste de ser el hombre ideal.
Me escamaba tanta inteligencia, tanta intrepidez, tanto gimnasio, porque algo echaba en falta, algo que tú no querías mostrarme, que nunca llegaba. Pero al leer tu carta lo he comprendido todo.
Se han confirmado mis sospechas
A todos los adornos de tu adorable persona le faltaba algo, y ahora sé que también tienes un gran sentido del humor.

papel

Hubo un tiempo en que algunos hombres salían a la calle con libretitas y apuntaban lo que pasaba.
Procuraban estar siempre donde las cosas ocurrían y preguntaban a quien pudiera saber algo. Luego lo juntaban todo y redactaban los sucesos antes de que cayera la noche.
Estos señores presumían de ser objetivos e imparciales, y se enfadaban si alguien sugería lo contrario.
Aunque visto lo grande que era el mundo entonces, esta claro que no podía ser imparcial un hombrecillo con una libretita.
Por la noche, todos los sucesos redactados eran impresos en grandes hojas de papel. A veces con fotografías.
Por las mañanas, muy temprano, aquellas hojas de papel eran repartidas por la ciudad, y cualquiera podía comprarlas en unos establecimientos pequeñitos que había en las esquinas.
Dentro de esas casitas había siempre alguien, que no se iba hasta que había vendido todas las hojas.
De esta manera, nuestros antepasados, mientras desayunaban, podían abrir las hojas y se enteraban de todo. Entre el café y el churro, una inundación o un estreno teatral, con el zumo de naranja, las decisiones de un gobernante o el resultado de un acontecimiento deportivo.
Así se organizaban, y empezaban el día con la realidad abierta de par en par encima de la mesa. El mundo en canal haciéndose sitio entre tazas y el cuchillo de la mantequilla. Luego, si algo les interesaba, doblaban las hojas en cuatro y leían más detenidamente algún trocito. Como si acercaran una lupa al mundo para ver algo en sus detalles.
Esos tiempos han pasado, pero pueden volver, como volvieron los pantalones de campana.
Ya te contare más curiosidades en otra conexión.

la loca

La mujer que llevo dentro también te quiere a ti.
Y no la siento como rival. Soy yo a fin de cuentas, pero me da coraje.
Ya sabes como sois las mujeres.
A veces cuando quiero mirarte la pillo contemplándote, y cuando voy a tocarte la sorprendo acariciándote.
Es cuando me distraigo, cuando estoy ocupado o preocupado por alguna cosa que ella aprovecha. No soy tonto, ¿Sabes?
Soy distraído, tengo la cabeza llena de máquinas imposibles que solucionan todos los problemas pero aún no funcionan. Pero puedes estar segura de que soy capaz de todo, incluso de arrancarme los pelos de la nariz a tirones sólo para que sepas que estoy aquí.
Aun concentrado en lo mío puedo verla con el rabillo del ojo buscando el momento, esperando tu gesto para hacerte confidencias, contarte cosas que sólo ella puede contarte, insinuando, dando a entender. Pero yo estoy ahí siempre. Faltaría más.
Se muere de ganas de cogerte aparte para contarte cosas de mi. Se nota que os entendéis bien. Ella te comprende mejor que yo, lo reconozco. Tiene tiempo y paciencia para hablar largamente de cosas aparentemente inocuas.
Te llevará a su terreno sin que te des cuenta. Te conoce mejor que tú misma. Te diría que mi forma de poseerte es sólo una aproximación, que de ser posible te tendría entera, en cuerpo y alma, tu mente, tu aire y tu voluntad.
Pero tú sabes que te quiero libre, lo sabes ¿No?
Te insinuaría que sería capaz de cortar tus alas, de atarte con soga corta, de cerrarte en una botella sólo para tenerte siempre.
Pero sabes que no soy así. Tengo claro que con esa actitud solo conseguiría perderte.
No se si la mujer que llevo dentro será capaz de cogerte a solas ni como lo haría. La conozco, es tenaz y si hay alguna oportunidad la aprovechará. No va a poder. Que tontería, yo soy yo y estoy aquí.
Pero de todas formas, si algún día lo consigue, no le hagas caso a esa loca envidiosa.

el anillo

Anoche te vi muerta – me dijo respondiendo al buenos días.
A mi me dieron las siete cosas. No me lo esperaba. La cuidadora de la mama había soñado conmigo muerta y me lo contaba como quien habla del tiempo.
Por supuesto cambié de tema.
El anillo no aparecía. Estábamos decidiendo si denunciarlo o no. La abuela no había salido de casa, el anillo debía estar cerca.
Los brillantes eran buenos y la pieza era seguro muy cara pero lo más valioso eran los cuentos de la mama. A lo largo de mi infancia y mi adolescencia la procedencia del anillo cambió varias veces, se lo regaló un militar que lo pretendía, se lo encontró sacando agua de un pozo o era un regalo de la abuela.
Ya daba igual. No me acostumbraba a ver a la mama sin su anillo. Sin poderse mover ni hablar, miraba a veces su dedo desnudo y luego al vacío. Posiblemente no se daba cuenta de que le faltaba el anillo, pero estoy segura que dentro de ella algo quedaba.
Yo sospechaba de la cuidadora, María, había algo maligno en su expresión, le hablaba a la mama, que no la podía oír, tan alto para que todos la oyeramos, demostrando un cariño tan interesado, tan culpable tal vez, y encima soñandome muerta.
Gabriel me dijo que me hacía un favor, que aparecer muerta en el sueño de alguien es presagio de larga vida, pero esa mirada se clavaba en mi haciendome daño, recordando los temores de la infancia.
La cosa quedó en nada, el anillo no apareció y cambiamos de cuidadora al mudarnos al campo.
Ya lo había olvidado cuando un día, en el Asilo de Santa Justa volví a ver el anillo.
Había ido a visitar a un enfermo cuando lo ví puesto en un dedo extraño. Era una señora mayor que paseaban en silla por el jardín. Me acerqué y lo pude ver claramente. Era el mismo, inconfundible. Aún más, la señora era María, muy desmejorada.
Ella había sido la ladrona. La pude reconocer por su mirada. Aunque no me reconoció(no reconocía a nadie) la mirada seguía ahí, en el fondo, fria, dura. Su castigo era verse en el mismo estado que la señora un dia cuidó.
Lo tenía que haber dejado así, pero no pude evitar ofrecerme como voluntaria en el asilo, ocuparme de la silla de María y llevarla a pasear por el jardín. Fue tan fácil.
Frente a la fuente, en la soleada mañana, me arrodillé frente a ella y le dije mientras le sacaba el anillo:
Que sencillo es hacer justicia. A lo mejor te hago un favor deshaciendo tu crimen.
Con el anillo en el bolso, devolví a María a su habitación, sin culpas, con la satisfacción del deber cumplido y salí a la calle.
En la puerta me encontré con la sobrina de María. Sorprendida de verme allí me dió dos besos y antes de que me preguntara nada le dije:
Anoche te vi muerta.

(Basado en un cuento de Elo)

el asedio

A la caida de la tarde, cuando empieza a oscurecer, el Luxuri enciende sus luminosos.
Son de colores y se ven desde la carretera.
Aquí llega Juan el Bueno, con una idea fija en la mente. Buenas tardes Bruno.
Bruno el portero, acaba de plantar sus pies y cruzar sus portentosos brazos y responde al saludo con un levantamiento de ceja.
Pero Juan no cruza la cortina, se planta junto a Bruno, con su ramo de flores y se queda tan inmóvil como él.
Bruno no se inmuta. No se preocupa. El bueno de Juan no le llega al hombro, tan delgadito junto a los ciento diez kilos de músculo queda fatal. Se retira dos pasos a la derecha.
Mientras los clientes empiezan a llegar, cruzando la cortina, Juan se mantiene inmóvil y de vez en cuando saca el pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se seca el sudor del bigote.
Asoma Carolina su linda cabecita por la cortina y mira a Juan de arriba abajo. Saluda a Bruno con un movimiento de cabeza y pregunta:
- ¿No vas a entrar Juan? La Yoli esta dentro.
- Hoy no entro, hoy sale Yolanda.
Pasan los minutos y siguen entrando clientes. Algunos saludan y otros no. Mientras, fuera, los cabezas de familia hacen cuentas y calculan como van a salvar el fin de mes.
Asoma Elisa su voz ronca y sus movimientos de pantera:
- Que guapo vienes hoy Juan. ¿Flores para la Yoli?
- Llevo un rato esperando, haz el favor de decirle que estoy aquí.
Juan se repasa el traje en el espejo, impecable, se retoca la corbata. Mientras, fuera, los jóvenes se reúnen en las plazas y se disponen a comerse la noche.
Asoma Silvana sus ojillos curiosos y su risita:
- Ay Juan, que bien hueles, ¿Qué colonia te has echado?
- La que tenía en casa, nunca me echo, pero un día es un día.
Ya es tarde, la gente entra y sale, Juan no se mueve, carga el peso en la otra pierna cuando se cansa. Mientras, fuera, los contrabandistas circulan despacio, procurando confundirse con la gente honrada.
Asoma Yohana su melena cardada y sus ojos de gata:
- No me digas que traes un anillo.
- He quedado con Yolanda, pero parece que se hace de rogar.
Se acaba la noche, Juan apoya la espalda en la pared sin perder la compostura, sin bajar la mano del ramo. Mientras, fuera, los insomnes cambian de canal, una vez más.
Asoma Lavinia sus uñas interminables y sus ojeras:
- La Yoli no va a salir, me ha dicho que te diga que hoy tiene mucho trabajo.
- Ah, vale.
Sale Juan para no volver. Estira las piernas y deja el ramo en una papelera. Mientras, dentro, la Yoli explica a sus compañeras que ella no le había dado pie a nadie, que la gente se monta la película.
Amanecía cuando Juan soltó el anillo por la rendija de una alcantarilla. Luego volvió con un alambre para intentar recuperarlo, pero esa si que es una historia sórdida que otro día contaré.

cosas de bombero

- ¿Dónde está el fuego? -El bombero se puede permitir el chiste porque aprobó la plaza.
- Pues mira, tu amigo está en su cuarto encerrado, con sus inventos, no sale, no come, últimamente ni duerme.
- No te preocupes, me lo saco a la calle, unas cervecitas y como nuevo.
- Con permiso, que no te hablas con nadie. ¿Qué te traes entre manos?
- Pues dándole los últimos retoques me encuentras, te iba a llamar.
- ¿Y eso, que es, un juguete?
- Era juguete, una ametralladora de bolas, pero he reforzado el muelle y le he dado potencia.
- Tiene buena pinta.
- Lo más sencillo del mundo, dispara bolas de plástico rellenas de gas licuado. El fuego libera el gas y el incendio se extingue por falta de oxigeno. Ya lo podemos probar.
- ¿Dónde lo probamos?
- En un incendio, por supuesto. Tienes el equipo básico en el coche ¿No?
- Mira, no te voy a llevar a un incendio con una ametralladora de juguete. No se puede hacer eso.
- Tampoco podía pasarte mi examen y ahora tienes plaza. Yo no soy bombero pero guardo tu examen aún. Si no me ayudas los dos caemos.
- Ya esta, vamos tomar unas cervecitas y de paso tiramos estos cachivaches.- la pobre intenta sonreír, pero se nota que ha estado llorando- No te preocupes mujer, te lo devuelvo después del partido.
- Mira tío, esto es una locura, yo haría cualquier cosa por ti.
- Arranca. Enciende la radio. Llegaremos antes que tus compañeros.
- Rastrojos incontrolados en la comarcal nueve. Kilómetro trece.
- Perfecto, estamos a cinco minutos. Incendio menor.
- Me estás buscando una ruina. Ahora estamos a tiempo de dejarlo.
- Tú lo has querido. Para el coche.
- Esta bien, esta bien, con prudencia, como espectadores ¿No?
- Ya veo el humo. Aparca en un lugar seguro.
- Este no, (el fuego saludaba poderoso desde el arcén) por la radio decían que eran unos rastrojos, pero mientras hemos llegado se ha convertido en forestal.
- No te rajes, bombero. Tú disparas y yo sujeto el saco con las bolas. Por este tubo te voy alimentando. Apunta a la base del fuego, así...
- Ostras, esto funciona, eres un genio.
- Aguanta la respiración. Esto está controlado. Vamos a contarlo.- Los agentes cubren al inventor con una manta y lo acercan al ambulancia donde le administran oxígeno. El bombero empuña la metralleta de juguete rodeado de compañeros.
- Una ráfaga de aire trae un retazo de conversación. - Lo más sencillo del mundo, dispara bolas de plástico rellenas de gas licuado.

bolsas pequeñas

Debes sacar la basura en bolsas pequeñas.
Es cuestión de higiene. Todo lo que haces produce cáscaras, envoltorios, sobras.
Es importante que tengas siempre bolsas pequeñas que se llenen enseguida. En cuanto estén llenas haces un nudo y las colocas cerca de la puerta. ¿Te acordarás?
Colócalas de forma que cuando salgas a la calle las veas y te acuerdes de bajarlas.
De nada sirve que las vayas amontonando. Estaríamos en las mismas. Si se juntan muchas te costará trabajo, te dará pereza y el montón podrá contigo. No lo permitas.
De todas formas, si se te acumula la basura no te vengas abajo. Arremángate y ve a por ella. En ese momento no hay nada más importante. Todo son excusas.
Prométeme que no usarás bolsas grandes. Esas que llaman industriales. Es la forma más higiénica de acumular basura en casa. Cuando empieza a oler haces un nudo y crees que el problema está resuelto. Pero no es cierto. Con el tiempo acaban rompiéndose, todas tienen alguna parte más débil, todas se rozan con algo, se enganchan y entonces el olor, el olor no te deja acercarte a ellas. Cierras la puerta y condenas ese cuarto. La basura se crece, empieza a creerse ganadora y te amenaza con ese olor, por debajo de la puerta.
Nada de bolsas grandes.
Es fácil, bolsas pequeñas, recuérdalo, sácalas a diario.
Este consejo es mi legado, también te dejo la casa de la playa, pero no olvides el consejo, vale más.
Ahora deja de llorar y vete, deja a este viejo morir en paz.

arroyo

La señora Conchi me sonreía cuando entraba en su tienda y me saludaba todos los días:
- Buenos días, cordobés.
La culpa era mía, porque una extraña enfermedad me impide sentirme de un lugar si no conozco el gentilicio. Por eso le pregunté si las gentes de Arroyo eran arroyenses o arroyanos.
Le pregunté a ella porque parecía estar en ese mostrador desde antes de que Arroyo fuera Arroyo.
Me miró de arriba abajo y me dijo:
- Gente de Arroyo, nada más.
Desde entonces fui el cordobés. Hasta que llovió.
Ese día no quise cruzar la calle porque la calzada estaba encharcada. Decidí cruzar más abajo.
Al doblar la Calle de las Flores descubrí que el paso de peatones también estaba inundado. Quizás más abajo.
Comprendí porque el escaparate de los chinos era curvo, en realidad era un meandro. El agua se arremolinaba y bajaba con más violencia aún. Tenía los zapatos calados ya. Tal vez más abajo hubiera un paso seco.
Bajé hasta la curva del polideportivo, las pesadas tapas de alcantarillado saltaban alegremente borboteando agua clara. Más abajo estaba el mar, no se podía bajar más. El agua ya me había empapado hasta las rodillas, no tenía nada que perder.
Me dispuse a cruzar ignorando el agua.
No estaba tan fría. Me dejé llevar por el impulso y resultó agradable. Subí por el centro de la calzada, el agua subía por mi empeine salpicando juguetona. Cerré el inútil paraguas para usarlo como bastón.
Me crucé con un vecino que bajaba silbando, también por el centro de la calzada y me saludó con un levantamiento de cejas, propio de gentes del lugar.
Cuando entré en la tienda de la Señora Conchi sonreí pero no me saludó. Creí que le molestaba que le mojara el suelo de la tienda.
Pero no era eso.
Cuando pagué me devolvió unas monedas que no esperaba y me dijo:
- A los de Arroyo les hago el cinco.

limonada

Necesitas:

Dos limones, dos litros de agua, un poco de azúcar, una hoja de periódico.

Coges dos limones del árbol del camino. Si los coges de las ramas que caen a este lado no es robar.

También puedes caminar hasta la frutería y comprarlos. Si hablas con el frutero te dirá que son buenísimos.

Pones la radio, algo que te guste, y te dispones a exprimir los limones. Los cortas por la mitad y aprietas. Si oyes a los limones gemir es que no tienes la radio lo bastante alta. Pero no te detengas, aprieta, no es momento de sensiblerías.

Entonces mezclas el jugo y el agua. Se puede colar el resultado.

Cuando estés con el embudo, la botella y el colador, el niño te dirá que la perrita le muerde los pantalones. Detenlo todo un momento. Enrolla la hoja de periódico y dásela para que se defienda.

Cuando todo esté en la botella, añade el azúcar. No agites. Deja que el azúcar se pose en el fondo del recipiente y se acomode.

¿Ya? Ahora cierra la botella y dale la vuelta. Ahora si, agítala suavemente hasta que el azúcar desaparezca.

Deja la botella sobre la mesa unos minutos para asegurarte de que el azúcar se ha disuelto y no vuelve a juntarse en el fondo. Tienes tiempo para comprobar que el niño no persigue cruelmente a la perrita con la hoja de periódico.

El primer vaso es para ti. Si está muy dulce o muy ácido no añadas nada. La próxima vez será.

Consérvese en lugar fresco.

cuento 23

Yo miro a través de los visillos pero no lo identifico. Nunca lo había visto antes.
Pero es el.
Buscando un mejor ángulo acabo moviendo ligeramente el visillo y el me saluda con la cabeza. No hay duda.
El Hombre Que Me Odia esta en la acera de enfrente y no aparta la vista de mi ventana. Lleva toda la mañana sin pestañear. Cree que me hace sufrir.
Soy un hombre afortunado porque puedo pensar, de hecho llevo mucho tiempo pensando, preparándome para este momento.
El Hombre Que Me Odia se dispone a cruzar la calle, tira el cigarrillo sin dejar de mirar a la ventana y se dirige a la puerta. Ya no lo veo, pero no suena el timbre.
Lo oigo hurgar, sabe usar una ganzúa, sorpresa. Sube las escaleras sin dejar de odiarme y entra en la habitación como si estuviera en su casa.
Lleva una navaja, más sorpresa, esperaba revolver, pero no me asusta la muerte lenta.
Me mira, lo miro, nos miramos y digo lo que siempre supe que iba a decir:
- Era mucho dinero, no sabía el dolor que causaba al llevármelo. Se que no importa ya, pero lo siento.
Tú me matas, yo acabo y descanso mientras cargas con la muerte de un hombre tranquilo que lo siente, chúpate esa.
El Hombre Que Me Odia finge desconcierto y me señala con el cuchillo:
- No se de que me hablas, González, pero tu atropellaste a Herminia y su bebe y te diste a la fuga. Por eso vas a morir.
Me acuchilla repetidamente en el estomago, no me da tiempo a decir que yo no soy González, que no tengo coche ni he conducido jamás ninguno.
Lenta agonía mirando al techo. Agonizo repasando una y otra vez los hechos, y creo que moriré sin saber si me ha tocado un asesino inútil o un vengador eficaz.

cocodrilos

Llamada de la central:
- Señora Rosa, el balance anual ha sido desastroso. El próximo día 23 llegará un gestor que se ha comprometido a revitalizar el zoológico asegurando una afluencia de público al menos aceptable. Rogamos colaboración total.
Rosita preparó informes, informes de los informes y planes de actuación. Limpió el despacho del director y colocó dos macetas en la ventana.
El gestor llegó en un coche abollado y se encerró en el despacho. Rosita lo dejó encerrado una hora. Como no la llamaba, entró para ofrecerle un cafetito.
Estaba con los pies en la mesa, escuchando música. No había tocado las carpetas.
- Señora Rosa, contrataremos a un operario para darle de comer a los cocodrilos. Es imprescindible que sea manco.

Llamada de la central:
- Señora Rosa, necesitamos un informe sobre la actuación del nuevo gestor. Apoyaremos cualquier iniciativa. Es urgente.
Rosita lloró en su mesita por su puesto de trabajo, por el zoológico, por la jaula de los leones, la de los monos ¿Qué será de ellos?
El gestor fumaba en el despacho, abría la ventana pero el olor no se iba. Apagaba las colillas en la maceta. Rosita lloraba a solas, se volvía a maquillar y sonreía al gestor.
- Señora Rosa, es usted un rayo de luz en la triste mañana ¿Cómo van mis mancos?
En la agencia de contratación preguntan que para que tanto manco ¿Un circo?

Llamada de la central:
- Señora Rosa, ese informe no llega, hay más gestores, no podemos perder tiempo, las pérdidas son insostenibles. ¿Ha encargado publicidad? ¿Fieras nuevas?
Rosita no puede más, cuenta lo que hay. No hay público en el zoo y una fila de mancos espera su entrevista con el gestor.
- Señora Rosa, no llore, aún estamos a tiempo. Comunique al gestor que está despedido desde este momento. En dos días llega el nuevo.
El gestor recibe la noticia sin sorpresa. Besa a Rosita en la frente y le informa que ha contratado al manco.
Empaqueta. Todo cabe en una caja.
Cuando llega el nuevo gestor hay una muchedumbre mirando como un manco da de comer a los cocodrilos. Que valor, que terror.
Rosita querría contarle al viejo gestor que la taquilla vuelve a funcionar, pero ya va en su coche abollado, por la autovía, con la música tan, tan alta.

mírame

Empezaremos de nuevo.
Fingiré no conocerte y me haré el encontradizo.
Dejaré flores en las esquinas para que las encuentres camino al trabajo.
Sabrás que son mías.
Desconfiarás al principio y pensarás en mi cuando no esté.
Me pondré el traje de los domingos y hablaré con tus padres.
Mírame.
Te daré mi hombro en el cine, cuando te asustes, cuando te duermas.
Te besaré en tu portal y las interminables despedidas nos parecerán cortas.
Copiaré poemas y juraré que los escribí para ti. Ya sabes lo mal que escribo.
Te esperaré en la puerta de la iglesia con una flor en la solapa y una corbata horrorosa.
Tu madre llorará. Tu padre repartirá puros. Mis primos tirarán arroz.
Como aquella vez, serás mía por primera vez.
Mírame.
Construiré nuestra casita en cualquier lugar, junto a un árbol centenario.
Serás feliz. Otearás el horizonte esperando mi regreso al atardecer.
Discutiremos por tonterías sólo por el placer de reconciliarnos.
Llenaremos la casa de niños, construiré un columpio en el árbol. Les curarás las pupas con besos.
Nos arreglaremos los domingos, saldremos a pasear.
Y nunca, nunca volveré a ponerte la mano encima.
Mírame.
Mírame cuando te hablo.

Sherezade

Amanece. Los primeros rayos de sol se cruzan con los últimos pensamientos de la joven:
- A veces el final de un cuento se nos presenta de improviso, sin buscarlo, sin necesitarlo, como si hubiera estado siempre ahí esperando, tan claro, tan redondo, tan inexorable, tan hermoso, tan...
El hacha.

De madrugada.

El niño quería meterse en mi cama porque había un monstruo en su cuarto. Eso no. Estuve revisando los armarios con él y cuando lo volví a acostar, me asomé bajo su cama y dije con tono amenazante:
- Mañana tenemos que madrugar. No me conoces cuando no duermo mis horas. Vamos a tener la fiesta en paz.
- Compréndeme tú a mi - respondió el monstruo.

Mutuo.

Yo hubiera dado la vida por ella sin pestañear.
Estoy seguro de que ella también la hubiera dado por mí.
Ahora nos alegramos de no haber tenido ocasión.

Acontecimiento.

El fin del mundo fue retransmitido en directo. El sol se apagó, los mares inundaban la tierra. Terremotos, maremotos, los hermanos se mataban entre si, los padres estrangulaban a sus hijos. Lo de las Trompetas del Juicio inenarrable. Sólo nos salvamos los que cambiamos de canal.

Manual de usurpadores.

Bienvenidos integrantes de la Tercera Oleada :

Las imágenes que estáis viendo a mi espalda corresponden a la Primera Ministra en las primeras horas de la mañana.

Es fundamental que estudiemos los movimientos y los gestos de cada uno de nuestros objetivos, eso nos permitirá unos resultados óptimos a la hora de sustituirlos. En este caso, como podéis ver, la Ministra se levanta haciendo evidentes gestos de cansancio a pesar de haber descansado durante horas. Es frecuente en esta especie.

Podemos detectar una primera actitud negativa que se irá suavizando a lo largo de la mañana. Es lo que los humanos llaman cambios de humor. No todos los humanos evolucionan igual a lo largo de la jornada. Cada objetivo sigue una pauta diferente, pero en este caso los despertares de nuestra Ministra son malhumorados. Observemos, la Ministra se acerca al espejo del baño. En todos los baños suele haber uno. Eso es la ducha, y eso el retrete. Luego os explico un par de cosas que debéis saber al respecto.

La ministra se cepilla los dientes con ese utensilio alargado a diario, No todos los humanos lo hacen, pero centrémonos en la mirada, ahora se mira fijamente a los ojos en la imagen reflejada. Busca una expresión, sin dejar de cepillarse los dientes ensaya una mirada alegre, otra dura, otra de sorpresa. Es frecuente. Los humanos gastan muchas energías en aparentar estados de ánimo contrarios a los reales, todos lo hacen, todos lo saben, pero se siguen el juego.

Hablemos del juego ya. Tenemos que ser capaces de diferenciar el juego de los humanos y el nuestro. Evidentemente nosotros vamos a lo que vamos, a suplantar una identidad que previamente hemos estudiado. En el transcurso de dicho estudio corremos el riesgo de entrar en el juego humano, comprender las debilidades, encariñarnos con nuestros futuros cuerpos o lo que es peor, encariñarnos con el cuerpo de otro humano. En este ligero matiz está la clave del fracaso de las dos primeras oleadas. Desafortunadamente estos fracasos han puesto sobre aviso a la especie y dificulta la labor de esta la Tercera Oleada. Debemos alcanzar unas cotas de efectividad muy elevadas para completar nuestra misión.

Volvamos a nuestro ejercicio. La ministra se dispone a dar los últimos toques a su aseo personal. Con esa pequeña brocha repasa con precisión cada una de sus pestañas. Se detiene. Explora sus facciones, ahora seguramente está evaluando los efectos del paso del tiempo, vuelve a ensayar una sonrisa, pero falla en el intento. Cuidado, estos momentos son especialmente peligrosos, la observación en detalle de estos pequeños gestos de debilidad suele producir cierta cercanía. Cuando estemos memorizando los gestos de nuestros objetivos nos encontraremos a menudo con estas situaciones, no olvidemos nunca que son objetivos, si logramos pasar esta prueba habremos triunfado.

Yo mismo he tenido que presenciar muchas veces estas imágenes de la Ministra y puedo asegurar que en ocasiones la fragilidad que desprende ha llegado a cautivarme. Sobre todo los pequeños detalles, que debemos analizar profundamente, convierten a los humanos a veces en seres encantadores... Sí, he dicho encantadores, quiero decir que a veces he sentido leves deseos de rozar el pelo de la Ministra con la punta de los dedos. ¿Qué son esas risitas? ¡Así exactamente se reían vuestros compañeros de las anteriores oleadas! Si, los mismos que no volvieron. Queda suspendido el entrenamiento por hoy, no les quepa duda de que informaré a la superioridad. Vaya mierda de invasión, Me está empezando a tocar los cojones.

cosas de enanos (2)

LO DEL CAJERO

Por cierto, el enano del corazón se cogió unos días y se fue a conocer mundo.
Inquieto como es, estuvo trabajando en un cajero automático. Así se relajaba.
Contaba los billetes, imprimía saldos y calculaba comisiones. Estaba todo el día ocupado sin pensar en nada más.
Estaba a gusto, pero empezaba a aburrirse.
Volvió temeroso, porque sabía que el enano de la cabeza le iba a echar una bronca monumental.
Se encontró todo manga por hombro.
- ¿Que ha pasado aquí?
El enano de la cabeza no estaba enfadado. Lo abrazó y le dijo al oído:
- Te he echado de menos, cabroncete.

cosas de enanos

El enano que vive en el corazón y el enano que vive en la cabeza no se hablan.
Tienen horarios diferentes, cuando el enano de la cabeza duerme, el del corazón canta y baila, y cuando el del corazón hace fiesta, el de la cabeza siempre tiene algo mejor que hacer.
Si uno se deja barba, el otro se depila hasta las cejas.
Si uno quiere estar tranquilo, el otro hace ruido.
El del corazón esta tan loco, que se golpea con cualquier cosa y a veces hay que entablillarlo.
Intenta no quejarse pero a veces se le escapa algún gemido.
El enano de la cabeza asoma por un agujerito y dice:
- ¿ves, ves?
El enano del corazón no responde, y pasa mucho rato en silencio. Mucho, mucho rato, casi una eternidad.
El enano de la cabeza asoma otra vez y pregunta:
- ¿Estas bien?
Pasa otra eternidad en silencio y cuando el enano de la cabeza ya no espera respuesta, asoma el del corazón y pregunta susurrando:
-¿Y tu, estas bien?

LO DEL CAJERO

Por cierto, el enano del corazón se cogió unos días y se fue a conocer mundo.
Inquieto como es, estuvo trabajando en un cajero automático. Así se relajaba.
Contaba los billetes, imprimía saldos y calculaba comisiones. Estaba todo el día ocupado sin pensar en nada más.
Estaba a gusto, pero empezaba a aburrirse.
Volvió temeroso, porque sabía que el enano de la cabeza le iba a echar una bronca monumental.
Se encontró todo manga por hombro.
- ¿Que ha pasado aquí?
El enano de la cabeza no estaba enfadado. Lo abrazó y le dijo al oído:
- Te he echado de menos, cabroncete.

LOS GESTOS DE LOS ENANOS.

En cierta ocasión el enano de la cabeza perdió unas cartas. Pasaba el tiempo y el enano del corazón seguía sospechando que había sido a posta. Nunca hablaban del tema.
Algunas veces, cuando estaban tranquilos se miraban, y luego miraban a otro lado.
Desde aquella vez, cuando el enano de la cabeza separaba el correo, el del corazón siempre estaba presente, haciendo ver que casualmente pasaba por allí, pero golpeando con las yemas en la mesa, rítmicamente.
El enano de la cabeza manipulaba la correspondencia haciendo pinza con el pulgar y el índice, como los magos, con la camisa arremangada. Y decía:
- Una para ti, otra para mí, una para ti…
A veces el enano de la cabeza se acercaba alguna carta a la nariz, con cualquier excusa.
-¿Huele bien? Preguntaba el enano del corazón reclamándola suavemente con dos dedos.
- Otra vez será, si se pierde alguna no te preocupes, acaban volviendo.
- Ya.
- Además, no todas son buenas noticias, a lo mejor tuviste suerte.
- Ya.
- ¿Me perdonas?
El enano del corazón agarró sus cartas y mientras se iba contestó:
- Otra vez será.

EL HOMBRE MALO

La rutina me convierte en adivino.
Al doblar la esquina el niño preguntará por su madre y dirá que le duelen los pies.
Yo le preguntaré si quiere montar a caballo y a él se le olvidará todo.
No conozco la culpa ni caigo en el chantaje de la vocecita. Simplemente el niño pesa poco y no me importa llevarlo a hombros los últimos metros. Es más cómodo para mí y es pronto para decir que mama no va a volver.
Al cruzar la verja del colegio el niño me espolea con la cadera:
- Arre caballo.
Yo simulo un ligero trotecito y un día más el niño entra saludando a sus compañeros como un vaquero. Uno de sus compañeros tiene un pony en el campo, pero ninguno entra al trote como él cada mañana.
También entra en la rutina el hombre del coche grande.
Cada vez que salgo esta ahí, aparcado sobre la acera, en el sitio que nadie más puede ocupar, porque sólo ese coche puede subir el escalón.
Un coche de estos gigantescos que en la publicidad pueden subir a la cima de las montañas.
Yo veo desproporcionado llevar todas las mañanas a un niño tan pequeño en una máquina tan grande.
El hombre no me mira, nunca mira, pero esta vez tiene la ventanilla bajada y el antebrazo apoyado. Veo el tatuaje, una maraña de líneas de colores que se pierden codo arriba.
Al día siguiente la ventanilla bajada de nuevo y esta vez la camiseta deja ver hasta el hombro. Se intuye el final del tatuaje. Es una serpiente que sube desde la muñeca hasta la espalda enroscándose a lo largo de todo el brazo. El señor se estaba dando a conocer a su manera. No sabía si sólo a mí o a todos los padres.
El tercer día no había camiseta. La serpiente no iba hacia la espalda, sino que volvía sobre el hombro para mostrar las fauces amenazantes dirección al cuello. Una obra de arte y al mismo tiempo una imagen aterradora. Solo pude retirar la vista cuando había llegado a su altura.
El hombre abrió la puerta impidiéndome el paso y me invitó a café. Yo acepté enseguida, por curiosidad, pues tampoco conozco el miedo.
El hombre no se ganaba la vida hablando y tampoco quería contarme nada de su oficio porque según él, cuanto menos supiera, mejor para mí.
Sólo dijo que no estaba orgulloso de algunas cosas que ya no tenían remedio. Me contó que su trabajo le obligaba a ausentarse unos días y estaba buscando alguien para que se ocupara del niño. Pagaba bien.
A mi lo único que me conmueve es la sinceridad y estuve a punto de sincerarme con el hombre pero no me dejó. Le bastaba con ver como entraba cada día con el niño sobre la espalda.
Cuando me estaba guardando el sobre en el bolsillo sin abrirlo, note un buen fajo de billetes.
El hombre dijo que si no volvía en cinco días, lo había preparado todo para que yo recibiera mucho más.
El siguiente día el coche grande no estaba subido a la acera. Recogí a dos niños del colegio.
El pequeño se adaptó inmediatamente y congenió rápidamente con mi chico.
Merendaron estupendamente. Luego abrieron la caja de los juguetes y pusieron el salón patas arriba. Me tuve que poner serio y recogieron en un plis plas. Como se aburrían mande al chico a enseñarle la casa a su nuevo hermanito mientras yo hacía la cena.
Una tortilla de gambas. Eso nunca falla.
Vinieron corriendo. El niño decía que habían encontrado a mamá en el sótano. Yo les pregunté si habían abierto el congelador y no contestaron. Uno de ellos tenía un alambre en la mano. El nuevo no tenía culpa, pero el otro sabía que no se podía tocar ahí.
Querían enseñarme. Los seguí hasta el sótano. Ellos bajaron primero y no tuve que bajar las escaleras. En cuanto vi la cadena en el suelo y el congelador abierto, volví arriba y cerré la puerta con llave.
Ahí los dejé encerrados. Si son mayorcitos para abrir un candado con un alambre, también son mayorcitos para entender que yo soy el malo de este cuento

ascensor

- Nuestro héroe duda antes de salir de casa. Es la hora pero no quiere encontrarse con la vecinita en el ascensor. Porque no puede evitarlo decide repasar mentalmente la película de anoche. Entre los personajes estaba el guionista de la película, atareado en dar trabajo al resto de personajes que buceaban en una historia inadaptable al cine.

- Saludo a la vecina con un movimiento de cabeza. Procuro no mirarla. En la película de anoche el guionista estaba presente como una voz en off. Si hubiera un guionista dirigiendo mis actos podría pedirme que le dijera “que guapa estás hoy”. Pero no lo hay. Si lo hay ha decidido que mire al suelo e intente silbar. Ella no tiene la culpa de ser tan hermosa pero esos pechos me insultan.

- Este hombre me pone nerviosa. Todos los días empiezan igual, sin un miserable buenos días. Ni me mira a la cara. Tal vez debería ir más discreta. ¡Pero si voy discreta! No tengo culpa de que me mire el escote cuando cree que no me doy cuenta. Hundiría su cabeza entre mis pechos, le besaría despacio, guiaría sus torpes manos sobre mi cuerpo mientras el balbucea cualquier cosa.

- Si nuestro hombre supiera lo que la vecinita piensa moriría de la impresión. O no. Tal vez se comporte como un auténtico gladiador. Pero el recorrido del ascensor es corto. Podemos hacer que suban y bajen del sexto al primero varias veces, los vecinos aporreando las puertas… pero se pierde el tono. Sigue mirando al suelo y repasando la película, campeón.

- El guionista dentro de la peli. El tirano benevolente. Alguien que nos pone en aprietos, nos da lo que no necesitamos y nos niega lo que deseamos, obligándonos a avanzar, a continuar la historia. Pero al mismo tiempo alguien le pide al guionista que termine la historia, que pasen cosas, que sea interesante y se pueda vender. Me estoy liando. Este escote me pone nervioso.

- ¿Te ponen nervioso mis pechos? Te diré cosas al oído, sé lo que tengo que decir para que seas feliz. Jugaré con mi dedo en tu pelo, apoyaré mi cabeza en tu hombro y susurraré que eres tonto. Entonces me hablarás. Me dirás que me amas como dicen todos y me preguntarás ¿Qué puedo darte? ¿Qué deseas?
Pues quiero que a partir de ahora me mires a la cara, no a las tetas, y me saludes cada mañana. Buenos días, bonita mañana, como las personas normales, gilipollas.

el centro de la tierra

Apagué el despertador tres veces. Es la hora y aún estoy entre las sábanas. ¿Dónde están las alas que da el amor?
Por fin salto de la cama y caigo en los zapatos.
Al incorporarme noto que el suelo está más cerca que nunca. No soy más bajo. Sólo son mis pies que se hunden en el piso.
Me cuesta trabajo ponerme los pantalones porque tengo que levantar tanto los pies, porque me sigo hundiendo, porque, porque. No hay tiempo para explicaciones.
Es la hora, pero tú siempre te retrasas cinco minutos.
No pierdo tiempo afeitándome porque ya no llego al espejo del baño. Me tengo que lavar la cara en el bidé.
Cuando espero el ascensor el piso me llega por la cintura. Casi no llego al botón.
Menos mal que hemos quedado en la esquina. La gente no me ve. Tengo que esquivarlos para que no me pisen la cabeza.
Teníamos que haber quedado en mi casa, pero eres tan así.
Llego al quiosco justo a tiempo, te veo acercarte mientras acabo de hundirme.
Ya estás aquí y no me ves, mi cara está justo una cuarta debajo de tu tacón.
Te tiro besos mientras me alejo lentamente. Adiós amor.
Lástima, hoy que te habías puesto las braguitas blancas con lacito.

hombre perfecto


Me Afeito por la noche y en el espejo ordeno a la barba no crecer.
Por la mañana amanezco liso como el culito de un niño y no te araño.
Esa es la prueba definitiva de que soy perfecto.
Y tú dices que algo falla.
Yo estuve en cuarentena antes de llegar a ti. Mucho tiempo. Cuarenta y un días para ser exacto.
Los hombres de las batas me hacían pruebas y se miraban a los pies de mi cama. Cuchicheaban.
Yo aguzaba el oído y los oía decir que no podía ser, que tanta perfección, que los instrumentos pueden fallar. Y el de las barbas decía que había que repetir las pruebas.
Sospecharon que yo escuchaba. Desde entonces se retiraban detrás de las cristaleras a deliberar.
Yo aprendí a leer los labios.
Los hombres de las batas decían que el ser humano es imperfecto por naturaleza, que tanta perfección no podía ser buena. Que tenían una responsabilidad, no me podían dar al mundo y ahí queda eso. Y el de las barbas insistía en que había que repetir las pruebas
Sospecharon de mí y dejaron de hablar tras el cristal. Se retiraron al cuarto contiguo a deliberar. Yo aprendí inmediatamente a leer sus mentes.
Los hombres de las batas estaban preocupados porque el tiempo se acababa y necesitaban las instalaciones para analizar un extraterrestre y un unicornio alado. Tenían que tomar una determinación. Ya tenían toda la documentación. Lo más lógico era destruirme por el bien común. El mundo no estaba preparado. Y el de las barbas tenía problemas morales y técnicos, insistía en que había que repetir las pruebas una vez más.
Mi instinto de supervivencia funcionó tan perfectamente como todo lo demás y los llamé con el botón de la cabecera.
Vinieron enseguida.
Les conté que si me soltaban, me limitaría a buscarte y pegarme a ti como una lapa, colocarte en tu pedestal y mantenerte ahí hasta el fin de mis fuerzas. No usaría mi poder para el mal. Ni para desestabilizar, ni para darle la vuelta a nada.
El hombre de las barbas dejó de pensar que había que repetir las pruebas y me miraron así, como tú me estás mirando ahora.
Pues claro que puedo leer la mente.
Ahora mismo estás pensando que sería capaz de inventar cualquier historia para no perderte.

queremos tanto a julio

Los que queremos tanto a Julio nos reconocemos cuando nos cruzamos pero nunca nos saludamos. Nunca perteneceríamos a ningún club.
Siempre coincidimos en todo lo que huele a Julio. Llegamos diez minutos antes y pasamos lista mentalmente, sin que se nos note. Siempre estamos todos, siempre con alguna nueva incorporación.
El cartel decía: CORTAZAR: CLAVES OCULTAS. Demasiado tonto para ser un falso reclamo. Y una foto de Julio fumando. Posiblemente información valiosa. Tal vez otra decepción. De una manera u otra no se podía faltar.
Fuimos todos. La conferencia se daba en la facultad de Ciencias, ningún estudiante, solo nosotros. Éramos tantos ya que sentí ganas de huir, pero todos estábamos igual, así que me quedé.
El hombre con acento argentino leyó la clásica biografía de las enciclopedias y describió un mundo paralelo agazapado en las cosas cotidianas y los cronopios y los famas, y el relato corto, tan valido como la novela...
No me gusta irme en mitad de una conferencia, pero ya estuve en el parvulario, necesitaba un café. Necesitaba salir.
Tonto de mí, pensé que era el único. Todos nos levantamos al mismo tiempo y atascamos inmediatamente la puerta de salida.
El señor no quería acabar la conferencia. “aún no he acabado” desestimando la precaria megafonía, nos perseguía gritando “se porque están aquí” “yo puedo llevaros al centro de la diana”
Al menos yo, salí de allí con el estomago revuelto. Recordé que había un bar a escasas cuadras.
Evidentemente, no solo yo, los que queremos tanto a Julio llenamos el bar vacío en menos de un minuto. Todos, con alguna nueva incorporación.
Todos pedimos lo mismo, todos nos miramos y nos sonreímos ante la atónita mirada del camarero, desbordado. Todos quisimos decirnos algo, pero todos nos callamos y encendimos un cigarro.
Y entra el señor de la conferencia fracasada y se pide una copa. Nos mira a todos pero nadie le devuelve la mirada.
Decidimos irnos. Intentamos escalonar la salida pero igual se atasca la puerta.
El conferenciante levanta la copa: “señores, denle la espalda a la verdadera realidad” “huyan hacia ninguna parte”
En ese momento quise volverme y pellizcarle la nariz con un gesto tierno, pero me contuve y me fui.
Hubiera sido un linchamiento.

DE UNA CABEZA EN UNA CORNISA

Una mujer asesinó a su marido porque se negaba a llevarla al cine.
Para hacer desaparecer el cadáver fue cortándolo en pedacitos y
despachándolo poco a poco dentro de las bolsas de basura.
Cuando la policía llamó a la puerta sólo quedaba la cabeza. La mujer al verlos por la mirilla se puso nerviosa, salió al balcón y arrojó la cabeza de su marido hacia la azotea.
La cabeza quedó en una cornisa.

Abrió los ojos y vio la plaza. No reconoció el lugar. Y es que cuando no se quiere recordar no hay nada qué hacer. La plaza estaba cercada por cuatro edificios. Tres eran iguales, el cuarto había que imaginárselo (una cabeza sin tronco no puede volverse para ver el edificio en que está posada).
La gente pasaba por las aceras: mujeres con bolsas y niños con
carteras. Eran alrededor de las ocho, una buena hora para despertar. Encima del edificio de enfrente estaba el cielo, azul y con nubes. No podía girar la cabeza pero sí mover los ojos. También podía oír bastante bien. Los niños gritaban allá abajo. Atrás, un rumor intermitente monótono y molesto. Una carretera pasaba por la otra cara del edificio. Una carretera grande. Enseguida supo que debería ir aprendiendo a ignorar ese sonido.
Se le ocurrió gritar, pero no lo hizo. Quizás no necesitara ayuda.
Temió, además, que sólo saliera de su garganta un hilillo de voz tenue y ridícula. Esta duda no volvió a planteársela, pero le acompañó hasta el último día. Tampoco se preguntó que (qué) diablos hacía allí. Tal vez no estaba preparado para cosas tan complicadas. Se le vino en ese momento a la memoria una señora gorda que gritaba no se qué de un cine, de un estreno, y avanzaba amenazadora con un cuchillo de cocina en la mano. No le gustó. Prefirió abandonarse al sol primaveral que le acariciaba la calva.
Cayó la tarde. Empezaron a destacar las televisiones tras las cortinas a medida que caía la noche. Los televisores relampagueaban a un tiempo y le gustaba mirarlos todao a la vez. Según iba entrando la noche, las televisiones apagaban y las luces en las ventanas. Cerró los ojos y apoyó la nuca en la parte de atrás.
Al día siguiente, madrugador y pletórico, se planteó en que (qué) iba a
emplear el tiempo. Había varias opciones: disfrutar del paisaje, por ejemplo. Pero aquella belleza parecía insuficiente, un paisaje fijo acaba resultando aburrido, y el tedio es algo que se debe evitar.
Tomó una trascendental decisión: Se iba a dedicar a conocer todo lo
que se le ofrecía: llegar a una compenetración tal con lo que veía que
dejaran de existir los secretos. Feliz y realizado, pensó que había decidido su futuro sin ayuda de nadie, por él mismo. En esta euforia estaba cuando llegó otra vez la noche y se durmió.
Empezó la siguiente jornada con una vitalidad impropia en una cabeza
sin tronco. Se dedicó durante dos semanas a la exploración visual: cuadriculó su
campo de observación en cuatrocientas partes que fue analizando una a una, con lentitud y firmeza, como se hacen las cosas.
Feliz y realizado otra vez, decidió dedicar una semana al ocio y la
reflexión. Fue entonces cuando descubrió en él a su más temible enemigo. Se asaltó con preguntas hirientes, brutales, a las que no quería responderse. Acabó la semana a duras penas, no llegó a hundirse, consiguió recuperarse convenciéndose de lo sublime de su labor. De vez en cuando antes de dormirse le volvían las dudas, pero había sobrevivido y no iba a ceder otra vez.
En cuatro meses, llegó a conocer a todos los habitantes del bloque de
enfrente por su nombre, los unió con sus familiares, con sus coches. Conocía cada ladrillo, cada loseta, incluso podía distinguir las que estaban sueltas o cascadas.
Cuando se consideró con todos los datos, pasó a hacer juicios sobre las personas. Comparó a padres con hijos, a vecinos con vecinos. Esto le condujo a la conclusión de que todos eran iguales. Los hijos iguales a los padres, a los vecinos, los vecinos entre sí.
El caso es que su teoría empezó a llevarle de cabeza, porque en el fondo no encontraba dentro de sí nada que le diferenciara de ellos, volvían las preguntas con más fuerza y se sumió de nuevo en la desesperación porque los datos que obtenía no eran alentadores.
Se vio obligado a abandonar sus investigaciones. Se dedicó a seguir con la mirada la gente que pasaba por la acera. Le gustaba ver los pájaros que anidaban en los edificios y ocasionalmente disfrutaba con el paso de un avión en uno u otro sentido. Si el día estaba nublado, dormía.
Comenzó a prestar especial atención a una chica que cruzaba la calle dos veces al día. Por la mañana a la ida, por la acera de enfrente y por la tarde, a la vuelta por la acera que había bajo él. No podía por tanto verla a la vuelta, pero podía oír sus pasos. Poco a poco olvidó las horas solares y empezó a medir el tiempo por sus paseos. Las cosas ocurrían antes o después de que ella pasara. Aunque se había propuesto firmemente no hacer planes nunca más, trazó
un plan. El día menos pensado bajaría a decirle hola.
El día en cuestión la chica se retrasó en su segundo viaje un poco. Cuando se oyeron los pasos en el extremo de la calle todo estaba desierto. Las sienes le ardían cuando empezó a moverse. Valiéndose de la oreja izquierda, que era la que mejor movía, hacía palanca contra el suelo, buscaba el vacío. Tras el último empujón sintió que no había nada bajo él. El viento le azotó la cara durante unos segundos, después sintió el golpe y un grito. La chica estaba gritando como una loca y la gente empezaba a salir.
La cabeza había cerrado los ojos en el aire para no volverlos a abrir. Tal vez comprendió de repente que todo estaba acabado y era inútil intentar nada. También pudo ser el golpe. Estamos hablando de una altura considerable para
una persona entera, más aún para una cabeza sin tronco.
Llegaron unos hombres en un coche blanco y se llevaron el cadáver.

el submarinista

Para que el niño creciera sin rencores ni malicia el padre se lo llevaba de paseo siempre que podía.
Al niño le gustaba pasear con su padre hablando de sus cosas. Más que el cine o el parque. Mejor, más barato.
A veces el padre no quería responder algunas preguntas y entonces, en la orilla del mar, lo retaba a tirar piedras.
El padre tiraba las piedras desde debajo de la cintura y las piedras rebotaban en el agua hasta cuatro veces antes de hundirse.
Al chico las piedras se le hundían sin botar, porque no poseía la técnica aún. De vez en cuando alguna botaba, lo cual era muy celebrado por ambos.
Una de esas tardes estaban tirando piedras al mar y el chico encontró una piedra más grande de lo normal y dijo:
-Papa, a que no puedes con esta.
Y el padre la cogió y la hizo botar sobre la superficie dos veces.
- Anda, eso no es una rana, es un sapo – dijo el niño, y buscó una mayor aún.
- A ver esta – la piedra casi no cabía en la mano del padre.
El hombre juntó todas sus fuerzas porque la piedra no era muy plana y para hacerla rebotar debía ir muy rápida.
Antes de que la piedra tocara el agua emergió la cabeza de un submarinista que se llevó el impacto de lleno y volvió a sumergirse inmediatamente.
Padre e hijo se miraron sorprendidos y sin decir nada, él se descalzó, se descamisó y mandó al niño a llamar por teléfono al chiringuito mientras entraba al agua a socorrer al pobre buzo.
El agua estaba muy fría, y estuvo buceando un buen rato sin resultado. Cuando salió el niño estaba con el dueño del chiringuito que traía una manta.
El hombre entró al agua dos veces más a buscar al accidentado antes de que llegara la policía.
Los policías no llevaban bañador y llamaron a unos socorristas de la cruz roja.
Los socorristas estuvieron buceando un buen rato y optaron por llamar a sus compañeros de la barca.
Llegaron los compañeros de la barca y estuvieron rastreando la zona con unos ganchos. Otros desde la orilla tiraban los ganchos a mano y los recogían rápidamente.
Tanto unos como otros y los que iban llegando preguntaban una y otra vez a padre e hijo que había pasado y donde creían que estaba el submarinista.
Una y otra vez señalaban el lugar exacto tirando una piedrecita en el mismo sitio. Llegó la hora de la merienda y ya habían tirado más de treinta piedrecitas.

Ya había muchos curiosos en la playa cuando llegaron los fotografos del periódico local. Como no había víctima aún y resultaba inútil tomar fotos del mar, los fotógrafos se dedicaron a sacar fotos a los curiosos, que saludaban a la cámara, lo que resultaba inapropiado para un suceso tan trágico. El fotógrafo más listo organizó a la gente y les explicó que si querían salir en el periódico debían mirar al mar sin saludar a la cámara ni ponerle cuernos con los dedos a los amigos. Aún así se coló algún graciosillo en la foto.

Los de la búsqueda se desesperaban a medida que caía la tarde y planteaban hipótesis que siempre pasaban por desacreditar a los testigos.

- A lo mejor ha sido un reflejo
- Un pez de estos que saltan en el momento justo…
- ¿y no puedes haber cogido una ola con la piedra?

Padre e hijo insistían cogidos de la mano en que habían visto lo que habían visto. Al principio categóricamente y luego ladeando la cabeza un poquito.

- Niño, si quieres te llevo a casa un momento y vuelvo.
- No papa, yo me quedo.

Cuando llegaron los de operaciones especiales con las barcas y los equipos autónomos ya quedaban pocos curiosos. Ni desmontaron porque era muy tarde y no había casi luz.

Un señor con bigote, jefe de todos, hasta de los curiosos, informó de que la búsqueda se cancelaba por la caída de la noche y por la escasa probabilidad de que hubiera alguien ahí abajo.

Padre e hijo se miraron y encogieron los hombros. El hombre del chiringuito les dijo donde podían dejar la manta cuando se marcharan. Los demás se disolvieron poco a poco, hasta dejar otra vez la playa con sus dos únicos testigos.

La noche caía.

- ¿Nos vamos papa?
- Espera un poco más. ¿Tú viste al submarinista?
- Si, tenía unas gafas amarillas.
- Si, amarillas, me acuerdo.

Ya era de noche. La luna estaba ahí, reflejándose en el agua. El niño esperaba que el padre le dijera algo y el padre esperaba que el chico le pidiera algo. Pero ya no hablaban, se quedaron cogidos de la mano mirando al mar.

Entonces asomó otra vez la cabeza del submarinista. No solo la cabeza, los hombros, los brazos, la cintura, esta vez continuó caminando hasta la arena. Se sentó para quitarse las aletas junto a los testigos.

- Por fin se han ido, ya no aguantaba más.

Y todo acabó bien, porque el submarinista tenia una herida en la frente y el padre tenía en el coche un botiquín y le puso una tirita de esas impermeables, que no se van con el agua.

cuento escatológico

Hay recuerdos que están ahí, como un coche aparcado en doble fila, con las luces de emergencia encendidas y las llaves puestas.
Sólo hay que subir y pisar el acelerador.
En la tarde calurosa, yo circulaba en el pequeño utilitario. Estaba buscando aparcamiento y daba vueltas a una manzana. Yo era jóven.
El dolor iba y venia. Yo intentaba ignorarlo y ser positivo, pero el dolor volvía cada vez con más intensidad, amenazando con quedarse cada vez. El sudor era frio a veces.
La punzada larga e insoportable tomó las riendas y empezó a decidir por mi. Había un bar, desde el coche se podía ver el letrero en el interior, al fondo a la derecha: “wc” y la silueta de un caballero con sombrero de copa y bastón dibujada en la puerta.
No había aparcamiento y el escalón de la acera era demasiado alto para montar el pequeño utilitario, un SEAT 600, pero la punzada mandaba y acometí la maniobra obligado.
En efecto, el escalón de la acera era muy alto, y cuando la primera rueda lo escaló, el viejo coche crujió. Yo y mi punzada botamos en el asiento.
Cuando la rueda trasera subió el escalón nada se pudo hacer.
Era el final de un largo viaje. A cámara rápida pasaron por mi mente todas las oportunidades que había tenido de parar y que había pospuesto por uno u otro motivo.
Me había pasado lo que nunca debiera pasar a un adulto.
Ya no había dolor, en su lugar, alivio y preocupación al mismo tiempo: ¿Cómo iba a salir de esta?
Salí del coche y cerré la puerta con llave. Comprobé que podía caminar de una pieza y a pesar del peso extra todo mi ser avanzaba como un paquete compacto.
Entré en el bar, andando muy derechito. Dije buenas tardes y pasé al aseo directamente.
Ya dentro, me consideré a salvo, era un retrete pequeñito, demasiado pequeño tal vez, pero me pareció el lugar más acogedor del mundo.
Como era de esperar, no había papel higiénico. Recordé que tenía pañuelos de papel en el coche pero ya no podía volver a por ellos.
Lentamente, me desabroché el cinturón y me dispuse a despojarme del pantalón. Afortunadamente estaba intacto, lo que no se podía decir de los calzones, que soportaban todo el peso de la responsabilidad.
Ya tenía los pantalones por la rodilla cuando advertí que los zapatos iban a suponer un problema. Antes de nada debía quitármelos y apartarlos todo lo posible del terreno de batalla.
Maniobrando con mucho cuidado, porque agacharme en aquellos momentos era un lujo que no me podía permitir, me despojé del calzado y lo arrinconé en la esquina más alejada del recinto. Esto es, justo a mi lado.
Deje caer los pantalones y los doblé con mucho cuidado sobre los zapatos. También me despojé de la camiseta para no correr riesgos.
Lo malo fue despojarme de los calzones. Todo empezó a ir mal, bajaban a duras penas y manchando. Estaba mascando la tragedia cuando tuve la genial idea: los calcetines.
Ellos me salvaron. Me los quité y los aparté en el lavabo antes de que se mancharan.
Ya seguro de que todo se iba a solucionar, enjuagué los calzones en el lavabo y los escurrí bien. Con ellos me asee las piernas lo mejor que pude y volví a enjuagarlos. También limpié lo más llamativo de la pared, el suelo y el retrete.
Después me calcé un calcetín a modo de guante y sequé a fondo tanto mi cuerpo como toda mancha visible.
Luego estiré el calcetín todo lo que pude e introduje dentro los calzones escurridos y casi limpios.
Y para rematar, el otro calcetín, que no había sido usado hasta el momento, me sirvió para guardar el calcetín usado con los calzones. De esta manera, todo mi problema se había reducido a una bola de tela.
Me volví a vestir, guardé mi bola de tela en un bolsillo del pantalón y me despedí de aquel acogedor retrete hasta nunca.
Salí del bar tan estiradito como había entrado. Arranqué el seiscientos y volví a casa donde nos duchamos yo y mi bola de tela hasta quedar libres de todo pecado.
Pero este no es mi recuerdo aparcado en doble fila. Ocurrió varias semanas después, mientras lo contaba en casa de Rafael. Recuerdo que mientras lo contaba no podíamos parar de reir. Reir hasta las lágrimas.
Ese es el recuerdo en doble fila que yo digo.
Lo que pasa que una cosa lleva a la otra.

basura

EL MOMENTO DE ORO dura unos segundos, rara vez más de un minuto, y todo el mundo tiene su momento de oro. Es fácil de localizar. Sólo hay que recordar si alguna vez el mundo fue perfecto.
Eugenio estuvo una vez en un mundo perfecto. En ese instante de su vida quiso que el tiempo se detuviese porque intuía que cuando se llega a la cima de la perfección todo lo que queda es cuesta abajo. Durante el resto de su vida ha vuelto a ese momento una y otra vez, y siempre ha sonreído al recordarlo.
Fue en su noche de bodas, se había casado con la chica más maravillosa del mundo y la fiesta había sido estupenda. Pero todo mejoró tras atravesar la puerta de la habitación con su esposa en brazos.
Entonces Fani, sin mediar palabra, se despojó de su braguita y la encasquetó sobre la lámpara de la mesita de noche para conseguir una iluminación óptima.
Ese fue el instante. Eugenio estaba allí de pie, contemplando la maniobra de su esposa, afanada en aquella lampara amarilla. Y pensó:

“Que se pare el mundo”

Pero el mundo no paró.
Fani era la mujer ideal. Tenía un pequeño consultorio matrimonial donde ayudaba a parejas en apuros a reparar sus relaciones dañadas. Era experta en felicidad conyugal.Eugenio trabajaba en la construcción. Le gustaba su oficio y la paga era buena.
Eugenio, hombre de pocas palabras, pensaba que no había hecho méritos suficientes para merecer una compañera tan perfecta.
Cuando revisaba el álbum de fotos, Eugenio pensaba que el primer año en común era como una luna de miel interminable. Ni una sola discusión. Fani tenia siempre la palabra precisa, el gesto, la sonrisa necesaria para convertir cualquier inconveniente en un momento delicioso. Pero esta visto que hay que pelearse, y cuando la chispa tarda en saltar, parece que el petardo suena más.
La primera discusión ( y la última) la tuvieron por un motivo insospechado: El calor residual.
Eugenio creyó que la infusión estaba ya en su punto y apagó el fuego de la cocina. Ya se sabe, luego vino Fani y le preguntó porque había apagado. Eugenio debió decir que lo sentía, pero dijo que el calor residual bastaba.
Ya no dijo nada más.
Fani era experta en discusiones matrimoniales, y sabía lo que Eugenio iba a decir, así que continuó la discusión ella sola.
—Ahora tú me vas a decir que la infusión es para ti, y yo que me gustan las cosas bien hechas y tu dirás…
Cuando Eugenio intentó decir algo para cortar la discusión en la que no estaba interviniendo ya era tarde. No había dicho nada y al parecer la había insultado tres veces. El perfecto dominio de Fani de todos los posibles matices de una discusión matrimonial se convirtió primero en un inconveniente, y luego en una barrera infranqueable.
Quiso retirarse al dormitorio para pensar algo que atajase esa situación tan violenta. “Eugenio, piensa algo, rápido” pero Fani le perseguía por el pasillo, continuando la discusión como una posesa. Eugenio tuvo que echar el pestillo de la puerta para pensar . “Unas flores, reconciliación… ¿Dónde puedo conseguir unas flores rápido?”
Aquello se le iba de las manos. Fani gritaba ya por toda la casa y Eugenio era incapaz de pensar algo. Estaba bloqueado. “ Mejor dar la cara” Salió del dormitorio para oir el portazo. Salió al portal para preguntar asustado.
—Cariño ¿Dónde vas?
El ascensor ya estaba bajando, pero se oyó la respuesta de la ofendida esposa tras la puerta metálica.
—¡Con mi madre!
Su mujercita se había marchado a casa de su madre.
La gente especulaba ¿Qué habrá podido pasar? Se les veía tan felices…
Nadie se cree la verdad. A veces es mejor inventar algo terrible para que te dejen en paz.
Nunca llegó la reconciliación. Eugenio se quedó solo en aquella casa vacía. A veces intentaba reconstruir mentalmente la discusión para pensar algo que podría haber dicho, cualquier cosa… pero le dolía la cabeza y tenía que dejarlo.


EL VECINO DEL TERCERO se llama Eugenio. Su mujer le abandonó hace ya algún tiempo, nadie sabe la causa pero todo el mundo en la escalera tiene alguna teoría.
Julia, de la puerta de al lado, opina que es un hombre sencillo, de los que nunca tiran papeles al suelo y vive sin molestar a nadie. Una joya. buenos días en la escalera y pocas palabras mas. Un hombre del trabajo a casa, que no bebe, no fuma, una maravilla. Hombres de estos ya quedan poquitos. Esto da pie a Gloria para pensar que la culpa fue de ella. A las mujeres les atraen inexplicablemente los hombres malos, y si se dan cuenta de que han dado con un pedazo de pan, tienden a cansarse. Esta descabellada teoría la comparten la mayoría de los vecinos.
Vivía Eugenio una vida tranquila, solitaria y ordenada. Vecino ideal, no daba ruidos, no se oponía a nada en las juntas. Para otros vecinos esto era señal evidente de que algo ocultaba. Para Isaias, del cuarto C, era evidente de que el culpable era él. El había roto el matrimonio porque tenía un terrible secreto inconfesable. Por eso actuaba así. Tan silencioso, siempre intentando pasar desapercibido. En cuanto la mujer descubrió el pastel, salió de casa huyendo de la encerrona. Esta otra teoría, más minoritaria, era la segunda opción. Nadie se atrevía identificar el posible terrible secreto aunque casi todos aventuran alguna explicación sin concretar mucho. Algunos tienen más de dos posibles opciones, a cual más oscura y descabellada.
A nadie se le ocurrió pensar que una discusión sobre el calor residual era el meollo de la cuestión. La verdad es que la realidad algunas veces es la opción más inverosímil.
Se iba muy temprano a trabajar. Era muy valorado en el trabajo por su buen hacer y su entrega. Nunca faltó ni llegó tarde, nunca presento ningún problema. Tal vez su manía de aprovecharlo todo le ocasionaba algún conflicto. Su encargado le explicaba una y otra vez que para la empresa era más rentable comprar puntillas nuevas que pagarle a él los diez minutos que tardaba en recogerlas del suelo. Eugenio no podía evitar juntarlas y volverlas a su caja.
Tenía Eugenio esa única afición, la reutilización, el reciclaje de todo. Una vez oyó que en los países asiáticos donde tanta gente hay, no usan papel en el retrete, pues todos juntos, podrían atorar el planeta con papel higiénico elaborado con bosques tropicales enteros. Aquello quedó en su mente grabado a fuego y nunca comprobó la veracidad del dato, ni la fiabilidad de la fuente.Simplemente lo creyó.
Las cosas en casa de Eugenio no iban directamente a la basura. Pasaban antes por una especie de limbo donde se les adjudicaba una nueva utilidad. Era como una última oportunidad a las cosas que tan bien le habían servido.
Este sencillo e inofensivo pasatiempo ocupaba todo el tiempo de nuestro discreto héroe. Por estar rodeado de objetos desechables y otros diseñados para perdurar pero desechados igualmente, el día de Eugenio era un continuo mirar acá y descubrir allá todo tipo de tropelías e injusticias contra la utilidad de las cosas. La gente no deja de tirar cosas que han costado mucho dinero para poder comprar otras cosas. Luego nos quejamos de lo caro que es todo, pero no intentamos reparar nada, simplemente las cambiamos.
Esto no era un secreto inconfesable. La gente que notaba esta tendencia de Eugenio a no desechar nada lo atribuía a tacañería o manía ecológica. Los que lo conocían sabían que no debían tirar nada delante de él , porque enseguida encontraba otra utilidad para cualquier cosa.
Pero nada es eterno. Eugenio a veces no tenía más remedio que tirar cosas también, porque no era dueño del mundo, y su espacio era limitado. Cuando llegaba el momento de desechar algo, solía despedirse de la cosa en cuestión, en voz alta si no había nadie delante.
—Adiós, amiga, me has servido bien. – le decía a la maquinilla de afeitar oxidada.
—Ha sido un largo camino hasta aquí, te echaré de menos. – le comentaba al vaso roto.
Y de esta manera se despedía de las pocas cosas que no tenía mas remedio que tirar. Siempre que esto ocurría sentía un ligero pudor y pensaba que cualquiera que le oyera podía asustarse.
Hablar con las cosas no es delito ni síntoma de locura si nadie esta oyendo, de la misma manera que una tremenda matanza en un país lejano no estremece al que tiene la televisión apagada.


LA ESCENA DEL SOFÁ marcó para Eugenio el principio de todo. Volvía del trabajo como cualquier día. Había sido una jornada dura pero provechosa, así que se regaló tomando el camino largo a casa. En la tarde urbana gustaba de pasear observando como la ciudad evolucionaba a ojos vista.
Pasó junto a un contenedor de basuras completo hasta los topes, apretando el paso como siempre. Se avergonzaba ligeramente porque no podía dejar de mirar las extrañas cosas que allí se suelen encontrar, algunas en aparente buen estado. Siempre le apetecía pararse y examinar detenidamente los objetos más llamativos, para comprobar si estaban rotos o los habían tirado porque sí, pero siempre aparecían al acercarse otros objetos más interesantes, y aquello se convertía en un engorro. Por eso era mejor pasar de largo.
Había un expléndido sofá junto al contenedor. Tapizado en piel, en color gris perla. Nuevo. Es más, mejor que el que había en su propia casa frente a la tele. Hay que ver lo que tira la gente.
Eugenio miró el sofá de reojo al pasar. Antes de pasar de largo ya creía que casi lo había olvidado.
Seguía su camino pero oyó la voz:
—Fotocopió sus nominas por mí.
Se detuvo. Lo había oído. Alguien le había hablado pero tenía miedo de volver la cabeza. Intuía lo que pasaba, y no quería entrar en el juego.
No había nadie más en la acera. Pero le habían hablado, así que retrocedió unos pasos e intentó escuchar en silencio. Los coches circulaban, los pájaros piaban al fondo.
—¿Alguien me ha hablado? – Susurró Eugenio.
Como nadie contestaba, se dispuso a retomar el paseo a casa.
—Que fotocopio sus nominas para pedir un crédito.
Era el sofá que estaba hablando. Ya no había dudas, era el. Charlaba hasta por las costuras. Eugenio echó una ojeada alrededor buscando una cámara oculta, alguien riéndose en un balcón. No había nadie.
—Todavía no ha acabado de pagarme. Quedan cuatro plazos y ya estoy en la calle. Porque no hago juego con las cortinas, porque el salón esta muy cargado de muebles, porque … yo que se…
Una señora se acercaba con un niño de la mano. No era momento de charlar con un sofá, así que se marchó.
El corazón se le iba a salir.
Estaba ya lejos pero lo oía aún.
—¡Vienen a por mi después de las nueve!
—¡Soy lo más cómodo del mundo!
—¡ Me convierto en cama cuando tengas invitados!
La señora y el niño pasaban junto al sofá sin inmutarse, no oían nada. Y eso que el sofá gritaba cada vez más alto. Cuando las voces las oye uno solo y nadie más… mala señal.
Eugenio llegó a casa bañado en sudor frío.
Y no comprendía nada, aunque lo intuía todo desde el principio. Estuvo viendo la tele un rato, repasó su agenda y ordenó las facturas domesticas del último trimestre. Pero aquello no se le iba de la cabeza.
El coche de Eugenio estaba en la cochera. Siempre estaba en la cochera. Eugenio necesitaba tenerlo pero procuraba no cogerlo. Caminaba al trabajo y hacía las compras cerca de casa.
A las ocho lo arrancó. A las ocho y cuarto estaba dando vueltas por el barrio. Es bueno coger el coche de cuando en cuando para cuidar la batería.
Pasó junto al contenedor y allí estaba el sofá.
Reclinó los asientos traseros, parecía que el sofá no cabía de ninguna manera, pero entró. Parecía que no iba a poder subirlo por el ascensor pero pudo. Parecía que no iba a encajar en el salón junto al otro sofá, pero quedaron bien juntos. Apretados pero juntos. El sofá ya no hablaba, pero parecía colaborar en todo de una extraña manera. Casi no pesaba cuando Eugenio lo movía de un lado a otro.
Eugenio pensó que de alguna manera había hecho una buena acción y se había beneficiado de paso.
El salón quedaba cuco con dos sofás.







































LAS COSAS PARLANTES esperaban a Eugenio por todos lados. Para llamar su atención, para hacerse notar, para ponerlo de los nervios. Empezó a coger el coche para ir al trabajo. Con las ventanillas subidas y la radio bien alta. No quería oír a las cosas que intentaban llamar su atención cada vez que pasaba por un contenedor o un solar abandonado.
—¡Eugenio, mírame!, ¡Estoy nuevo aún! – gritaba un espejo de baño.
—¡Eh, tú, somos de tu número! – decían unas zapatillas de deporte.
No podía pararse con ninguno de ellos, porque entonces, el contenedor se convertía en una algarabía. Nadie oía el escandalo. Sólo Eugenio.
Cada vez que se cruzaba con un vagabundo huía. Tenia miedo de convertirse en uno de ellos, empujando un carro de supermercado lleno hasta arriba de cosas inútiles. Eugenio se miraba en el espejo y se preguntaba si se estaba convirtiendo en un tipo raro. Luego se volvía a mirar y se preguntaba cuanto tiempo hacía que era un tipo raro.
Dejó el trabajo y vendió el coche y la cochera. Con lo que sacó se tomo unas vacaciones. Se convirtió en un paseante curioso, empezó a escuchar a las cosas de los contenedores. Las botellas gritaban ¡Todavía tengo tapón!, los muebles cantaban sus características y desde el fondo del cubo algún pendiente gritaba ¡Que soy de orooooo!
Evitando contenedores aquí y allá, perdió el control de sus paseos. Un día, casi sin quererlo llegó al vertedero municipal. Empezó a curiosear y poco a poco aquello se convirtió en un baño de multitudes. El se ponía contra el viento para no oler la basura y escuchaba la sinfonía de cosas vivas que sólo él podía oír. En voz baja, la bolsa de plástico le comentaba a la colilla:
—Es él, oye todo lo que decimos.
Y la botella de plástico le decía a la lata:
—Yo me lo esperaba más alto, parece tan normal…
El murmullo crecía, la voz corría por el vertedero y Eugenio se sentía halagado, ya no le parecía tan insoportable el olor. Las cosas lo felicitaban, lo llamaban desde todas direcciones y poco a poco, empezaron a corear su nombre, suave al principio.
—Eugeeeenio, Eugeeeenio, Eugeeeenio.
Un rollo de moqueta se desenrrolló y le tendió un camino hasta el centro del vertedero. Eugenio no sabía que decir, intentaba apaciguar a las cosas con un suave gesto de las manos.
Pero el coro aumentaba el volumen y llegaba a ser ensordecedor.
De repente, notó en el fondo norte una inquietante actividad. Las cosas se elevaron formando una ola creciente que amenazaba con enterrarlo si no hacía algo. Retrocedió un par de pasos, aunque sabía que las cosas eran incapaces de hacerle daño. Pero la ola crecía y se acercaba inexorablemente. Junto a él, una tabla de planchar se abría paso y se restregaba contra su pantalón.
Eugenio intentó apartarla suavemente con el pie.
La tabla dijo:
—¿No quieres surfear?
Aquello era demasiado, Eugenio caminó hacia atrás unos pasos y arrancó a correr tan rápido como pudo.En la huida alcanzó a escuchar a un colchón que decía:
—Nos ha salido rana, es un enclenque.
Y le dolió en ese momento. Luego en casa recapacitó y llegó a la conclusión de que no era tan grave decepcionar a un colchón abandonado.
Los vecinos también cuchiceaban a sus espaldas y, aunque no molestaba a nadie, empezaban a mirarlo mal. Él se daba cuenta, pero ya no le preocupaba la gente. Lo único que que le importaba eran las cosas. Su madre lo llamaba y le preguntaba que había comido. Todos los días. Eugenio dio de baja el teléfono. Pero no lo tiró. Lo guardó por si algún día lo necesitaba otra vez.
Las cosas elegidas estaban en su casa, apiladas, haciéndole sitio a él, que las comprendía. Eugenio no podía escucharlas a todas, así que seleccionaba lo mejor, dejando a veces de lado a otras cosas a las que tenía que abandonar. Y decidió buscar una casa más grande, porque ya casi no cabían todos en el piso.


LOS DIAS DE VIENTO los barrenderos no se cogen vacaciones.
Sería muy fácil, y casi lógico, pero salen a trabajar como todos los días.
Tampoco se dedican a perseguir papeles calle arriba, calle abajo, cualquiera que se fije un poco reconocerá que no recuerda esa imagen.
Se limitan a caminar, sin prisas, empujando el carro, siguiendo los envoltorios, las hojas muertas, hasta que se pierden de vista para dejar que otro papel les adelante y seguirlo pacientemente, sin pensar, sintiendo el aire en la espalda, siempre en la espalda, parando cuando las cosas se arremolinan, suben unos metros, vuelven a bajar y continúan.
Dejándose llevar.
Y finalmente llegan todos al rincón, cada uno al suyo, el callejón donde el aire no llega, las cosas paran, se amontonan y esperan al barrendero como resignadas, asustadas, inertes.
Entonces paran, encienden un cigarrillo y observan los montoncitos, reconocen el papelillo volandero inalcanzable hace un rato, dejan llegar a las hojas rezagadas y entonces, sólo entonces, sacan la escoba.
Llenan el cubo en un momento y salen a la avenida ventosa, buscando otro papelillo, otra hoja muerta, la rutina.
Pues así exactamente camina Eugenio por el pasillo, sin prisa, sin pensar, sabiendo que va a acabar en el montocillo de cosas de Fani, las de siempre, que si el cepillo del pelo, que si las braguitas blancas, los zapatos aquellos, las gomas del pelo, la cafetera americana.
Llaman a la puerta, es la señora Pilar, la vecina de enfrente, que traigo unos pescaditos fritos, calentitos que es bueno que caiga algo caliente al estómago. Y la señora no para de mirar por encima, por los lados, las cosas del pasillo, la nariz arrugada. Muchas gracias vecina. Todos pasamos malas rachas, yo perdí a un hijo por la droga, eso es lo peor, si me aparta las cosas del pasillo a mi no me importa pasarle la fregona, yo friego todos los días, pero tiene que apartar esas cosas, no se como se mueve con tanto trasto, muchas gracias por el pescadito, ahora tengo que hacer cosas si me permite. Usted no es así, nos tiene preocupados, señora, tengo que hacer cosas.¿Pues no me ha cerrado la puerta en las narices? ¡Vas a acabar mal! Cuesta abajo y sin frenos, que aproveche. Ahí te quedas, faltaría más…
Observa por la mirilla como la señora se aleja. El rellano se queda vacío otra vez, pero ya está alterado, el corazón le late deprisa, no puede volver a las cosas y tampoco tiene hambre.
La puerta otra vez, el vecino, que disculpe a mi señora, es todo buena intención, no se lo tenga en cuenta, que desde que perdimos al niño, no se preocupe, no tengo nada que disculpar. Si usted tiene cualquier cosa aquí estamos, siempre hemos sido buenos vecinos, para lo que usted quiera, mi señora se ofrece a fregarle el pasillo de corazón, lo que pasa es que se pone nerviosa, cualquier cosa que se le ocurra que sepa que estamos pendientes para lo que usted necesite. Llévese los pescaditos y dele las gracias a su señora, es que no tengo hambre. Yo no soy de dar consejos, pero le digo que se coma los pescaditos que con el estómago lleno, para que le voy a engañar, es la misma mierda pero tiene uno la barriga llena.
Por un momento piensa en invitarlo a entrar, en explicarle que en el aparente desorden todo tiene su sitio, que las cosas se echan de menos cuando no están, es tirar una madera o un tornillo y ya te está haciendo falta, que dentro de la casa de uno hace uno lo que uno quiere, que las cosas hablan, a su manera, cuentan cosas y gritan a veces… el vecino mira por encima de su hombro también, y arruga la nariz, bueno, muchas gracias, no se preocupe que me como el pescado, ya sabe, cualquier cosa que se le ocurra, muchas gracias de verdad, otro día que tenga más tiempo charlamos otro poquito, buenas tardes.


LA PESADILLA lo despertaba todas las mañanas y cuando acababa de sacudirse el miedo ya la habia olvidado. Sabía que era la misma, pero no conseguía recordarla.
Recibió una carta de Fani. Aunque algo dentro de él había cambiado, Eugenio la seguía queriendo.
Le citaba en una cafetería al día siguiente. Eugenio estuvo pensando toda la noche frases cortas y adecuadas.
Nada de lo que arrepentirse.
Se arregló, se recompuso, se cargó de optimismo y salió silbando a la calle una hora antes.
Llegó media hora antes a la cafetería. Desde donde se sentó se veía el contenedor al otro lado de la calle. Pero no era momento. Tenía cosas más importantes entre manos, así que lo ignoró.
No iba a meter la pata, no iba a decir nada que no quisiera decir. Repasaba mentalmente la conversación. Las posibles variaciones…
Una señora se acercó a tirar una bolsa pero se lo pensó mejor. En vez de tirarla dentro del contenedor se entretuvo en colocar la basura ordenada en la barandilla del parque. Eran zapatos de niño.
Había unas botas de agua muy graciosas, con dibujos, y unas zapatillas de estar en casa que eran unos cachorros de león de peluche. En total seis pares de zapatitos.
Pero Eugenio no tenía niños pequeños. Y mucho menos con Fani a punto de llegar.
Los zapatos que eran infantiles, pero no tontos, empezaron a cantar con las vocecitas…

Un ciervo en su casita
Miró por la ventanita
Y un conejo que lo vió
A su puerta llamó.

Eugenio a esas alturas ya no se dejaba impresionar. Otra señora pasó y se paró a examinar las botitas de agua. Pero las volvió a dejar en su sitio y siguió su camino. A Eugenio le daba completamente igual, pero no podía dejar de espiar por el rabillo del ojo.

Ciervo abreme
Que el lobo me quiere comeeerr¡
Que quiero contigo estar
Y tus brazos es- tre- charrrrrrr¡

La señora vuelve. Saca una bolsa y guarda las botas de agua. También las zapatillas de estar en casa. ¡ Se lo lleva todo¡. Bien, Eugenio vuelve a repasar las palabras, ensayar gestos en el cristal de la cafetería….
No, se deja unas zapatillas de deporte. La verdad es que parecen demasiado pequeñas. Pero no rotas. Es evidente que las han tirado por haberse quedado pequeñas, no por usadas. Pero bueno, así es la vida.
Fani llegó al cuarto de hora . Encantadora, sonriente, más guapa que nunca. Se pidió un descafeinado. Llevaba un traje verde. Había dejado de fumar. Se había cortado el pelo. Había rehecho su vida.
Cuando ella dijo que había conocido a alguien Eugenio perdió todo interés en la conversación y estuvo un par de veces a punto de despedirse, de hecho, hizo el gesto de levantarse pero Fani parecía interesada en decirle algo.
Le cogió la muñeca.
—Eugenio, no puedes seguir así…¿Qué llevas ahí, unos patucos?
—Un momento ¿Seguir como? Yo estoy bien, no pido nada a nadie, no me meto en la vida de nadie, soy feliz y hago mi vida ¿Qué problema tienes conmigo?.
—Te los has encontrado en la basura, ¿Verdad?
Eugenio tuvo una sospecha. La sospecha se convirtió en un destello. El destello se convirtió en una luz que bañó todo su cerebro y se levantó. De pronto había recordado la pesadilla. Era una trampa.
—Eugenio, no he acabado.
—Francamente, me importa un bledo.
Eugenio apretó el paso porque estaba lejos de casa. Fani le había citado lejos de casa y había alargado la conversación . ¿Qué conversación? . No había dicho nada. Sólo había ganado tiempo.
Eugenio apretó el paso un poco más y empezó a correr. Aquello estaba cada vez más claro, pero Eugenio no podía correr más. Tuvo que detenerse porque se ahogaba.
Pero enseguida recuperó el resuello y volvió la esquina al fin.
Allí estaban.
Había un camión, en la calle, frente al portal. Unos hombres lo cargaban con bolsas.
A Eugenio le hubiera dolido menos que fuera un camión de mudanzas, pero no, era un camión de basuras. Ya estaban acabando. Los vecinos lo miraban desde sus balcones o apartando los visillos. Todos estaban en el ajo. Su madre estaba en el portal, lo abrazó , lo besó, lloró y le pidió por favor…
—Eugenio, eres joven aún, puedes rehacer tu vida.
—Déjeme madre, que se llevan mis cosas.
Cuando Eugenio subía las escaleras se cruzaba con los operarios cargados con bolsas negras, y oía los gritos en el interior, los alaridos de horror sofocados por el plástico…
Podía adivinar sin error el contenido de cada una de las bolsas grises por las voces de las cosas. Uno llevaba el respaldo del sofá. Lo habían desmontado para bajarlo por la escalera.
No era necesario.


LA LLAMADA había cesado. Ya no había voces, ni canciones. Habían dejado una cama, una banqueta y la tele. El piso era grande otra vez.
Eugenio cerró la puerta cuando salió el último operario con la última bolsa.
No sentía nada. A ratos pensaba que había ganado espacio y más tarde echaba de menos las cosas, una a una.
La casa parecía más grande. Todo retumbaba, sus pasos, el murmullo del agua…
¿El murmullo del agua? Seguro que se han dejado un grifo abierto.
Eugenio entró en el aseo. Tambíen lo habían vaciado. Sólo estaba el espejo del lavabo.
Pero no había ningún grifo abierto.
Eugenio se quedó quieto y escuchó el sonido del agua, si, ahí estaba. Lo siguió en silencio hasta llegar al sumidero del lavabo. Acercó el oído y oyó:

—Soy el mar…

Recorrió la casa vacía, se asomó a todas las ventanas y acabó inmóvil en la cocina, mirando la banqueta, reuniendo toda la información, comprendiéndolo todo.
Eugenio agarró la banqueta de la cocina y salió a la calle.

La señora Julia se asomó y preguntó —¿A dónde va este ahora? Y alguien contestó:

—Déjelo que vaya donde quiera.

Y caminó.
Los papelillos de la acera se aremolinaban ante el como si la brisa los moviera pero no había una gota de viento. Ordenados caían ante sus pasos, como pétalos a los pies de una princesa. Y le guiaban. Y la gente se sorprendía: ¿quién es ese andrajoso? ¿por qué camina como si fuera dueño de la ciudad? Y lo olvidaban apenas había pasado.
Eugenio caminó por la avenida, y las hojas secas se alinearon para él, igual que las latas de aluminio de la autovía, y los vasos de plástico del paseo marítimo.
Llegó a la playa. No hacía buena noche pero el mar estaba hermoso.

En la playa sus pasos se ralentizaron pero avanzaba firme.
Colocó la banqueta frente al mar en calma y se sentó. Estuvo un rato calculando su discurso y reuniendo la determinación.
El rumor del mar parecía repetir claramente algunas palabras:
—Vas de farol…
—Vas de farol?
—Si, vas de farol…
En cualquier caso, el rumor del oleaje sonaba a ironía.
Adelantó una pierna, levantó un dedo y sentado en la banqueta dijo:
—Si tu…
Pero no pudo continuar, una ola burlona le mojó los zapatos y los calcetines.
Se recompuso, clavó uniformemente las patas de la banqueta en la arena, se sentó, adelantó la pierna y el dedo otra vez y dijo:
—Si tu…
Esta vez la ola traviesa le llegó hasta la cintura, haciéndole perder el equilibrio. Hombre y banqueta rodaron por la arena mojada y la resaca de la ola llenó de chinitas y pequeñas conchas la pernera del pantalón.
Esta vez no se recompuso. Mientras se levantaba gritó:
—¡Tú lo has querido! Y se lanzó contra las olas, que lo estaban esperando.
El hombre chillaba como cuando era niño. Ahora se acordaba. Las olas crecían y él a veces las atravesaba por abajo y otras se dejaba revolcar, riéndose y tragando agua en ocasiones.
Dejemos a nuestro héroe jugando con las olas pues ha llegado el momento de abandonar el relato y volver a nuestros quehaceres.


Ilustracion: Ana Do.