un poner

Pongamos que mi familia pide a los dioses que llueva. El venero se ha secado. Yo creo en los dioses pero también creo en mis brazos. Al entrar en el desierto tengo miedo. Pienso en mis padres, en mis hermanos. Cierro los ojos. Sigo caminando. Tras dos días de marcha encuentro agua. Cuando vuelvo soy recibido como un héroe.

Imaginemos que me convierto en una persona influyente y me siento capaz de conseguir cualquier cosa. En poco tiempo me hago con un par de mulas y algunos muchachos del pueblo trabajan para mí. Es fácil entender que ya no soy un muchacho, soy un hombre, y mi negocio es el agua.

Vamos a suponer que vuelve la estación de las lluvias. Del venero vuelve a brotar agua. El negocio peligra, las mulas siguen comiendo y los muchachos deciden dedicarse a otra cosa. Todavía soy una persona influyente, lo bastante para conseguir cualquier cosa, un potente veneno por ejemplo, capaz de matar a cualquiera que se acerque al venero.

En una supuesta noche de luna llena no soy capaz de dormir. Hago guardia junto al venero. Si esa agua clara dejara de brotar, mis mulas volverían a comer. Si esa agua no brotara tan clara, mi negocio volvería a funcionar.

Amanece presuntamente. Una niña madrugadora se acerca al venero a beber las primeras aguas de la mañana. Al pasar junto a mi me saluda con una sonrisa. Puedo agarrarla del brazo pero no lo hago. Puedo decirle que no beba pero no digo nada. Cierro los ojos.

las veces

Ahora que es de noche el hombrecillo duerme. Me juego lo que no tengo.
A veces estoy fregando los platos y lo veo por la ventana sentado en el parque. Me mira y me dan ganas de decirle, de salir en la calle y tirarle el trapo del fregadero, el que huele.
Pasan las horas, los días, me concentro en mis cosas y me empleo a fondo. La vida está llena de asuntos que atender, importantes, necesarios, útiles, inaplazables. A veces necesito sacar tiempo de donde no hay para organizarme, hacer listas puede parecer una pérdida de tiempo, pero a corto plazo son útiles. Ojalá el día tuviera más horas.
Cuando empiezo a fluir y siento que estoy encarrilado parece que se lo huele. A veces estoy sentado en el retrete y lo veo encaramado al árbol del otro lado de la calle, sentado en una rama con las piernas cruzadas. Me mira con descaro.
Y sobre todo lo de los paseos. Siempre me ha gustado caminar. Me despejo perdiéndome por calles nuevas, descubriendo rincones y me gustaría saber cómo se las apaña para aparecer a la vuelta de la esquina sentado en una cafetería o en la cola del cine. ¿Cómo hace para saber por donde voy a pasar si ni yo mismo lo sé? Observándome como si no tuviera pestañas. A veces sonríe.