TRES TIGRES

 LA PRIMERA VEZ QUE VI UN TIGRE estaba en el parque con mi madre. En un rincón apartado, tras un matorral, sentí un movimiento. Creía que era otro niño jugando y me acerqué un poco.

Allí estaba.

Se estaba comiendo un pato. Todo el suelo estaba lleno de plumas. Levantó la cabeza, me miró y continuó comiendo. Con la ojeada parecía decirme : “El pato es mio “. Yo crei oir las palabras. Hace mucho tiempo y a veces no distingo entre lo que veía y lo que creía entonces, pero que yo sepa, los tigres no hablan.

Busqué a mi madre y le conté que un tigre se estaba comiendo un pato. No estaba asustado, estaba preocupado por el pobre pato. Bendita inocencia.

Mi madre me cogió del brazo y me dijo que nos íbamos que era tarde. Cuando me quise dar cuenta estábamos en el coche. Yo le preguntaba cosas sobre el tigre y el pato y ella me respondía “¿qué tigres, qué patos?” y con el tiempo llegué a convencerme de que eso no había pasado.

Pero el tigre me había mirado. Un segundo solo, y yo lo había mirado a él.

Recuerdo que cuando jugaba al fútbol, cuando tenía la pelota, me repetía siempre mentalmente “el pato es mio, el pato es mio” y a veces lo decía en voz alta. Yo era lateral, corría la banda y cuando tenia el balon era solo mío, y pensaba obsesivamente que esa carrera tenía que acabar en algo bueno, un gol, aunque no lo marcara yo.

No volví al parque. Supe que lo cerraron. Bueno si, he vuelto de mayor. Ahora es el aparcamiento de un centro comercial. Han dejado los árboles grandes de la entrada.

Crecí escuchando la historia del tigre de la curva, y siempre supe que era una leyenda urbana, no mi tigre al menos, vivir en unos matorrales entre Calle Constitución y Avenida Espartaco, alimentarse ocasionalmente de gente que trasnocha y escolares que faltan a clase. Hay cosas que no entran en la cabeza. En la mia no.



LA SEGUNDA VEZ QUE VI UN TIGRE estaba debajo de mi coche. Estaba cargando las maletas porque nos íbamos de vacaciones y me agaché a coger las llaves. Allí estaba tendido, tan largo como el coche. Uno familiar. Ronroneaba, creo.

Me miro, lo mire y tampoco esta vez tuve miedo. Me quedé paralizado otra vez, pero no era miedo por mi. Más que nada por los niños. El mio mayor tenía diez años y venía con otra maleta. Pensé que para el tigre seria como un yogur pequeño para mi. De esos que no cabe ni la cucharilla en el vasito. Le cogí la maleta y le dije, “vamos para casa, que tengo que decir una cosa”

Los reuní en la cocina y dije que el viaje se anulaba, que lo había pensado mejor. Marisa se volvió loca. Que el hotel estaba pagado, que llevábamos meses planeando y bla bla bla. De esas veces que Marisa se enfada de verdad y empieza a sacar cosas del pasado, cada vez más cabreada.

Pero yo solo estaba pendiente de que todos estuviéramos en casa, cerré la puerta y con el rabillo del ojo miraba por la ventana. La cola del tigre se veía asomar junto al tubo de escape, juguetona.

Intenté hacerle gestos a Marisa para que se tranquilizara mientras hablaba pero se enfadaba más.

Una situación complicada. La pequeña lloraba ya desconsoladamente y Marisa iba a empezar a romper cosas cuando vi que la cola del tigre ya no estaba. Entonces dije:

 --  Muy bien, me habéis convencido. Tenía mis dudas, pero nos vamos. Solo dejadme que cargue el coche yo solo. Estoy un poco estresado y lo necesito.

Acabé de cargar el coche, comprobando que el tigre se había ido y partimos. Ya en el mar le conté a Marisa lo que había pasado porque merecía una explicación, pero no me creyó. Nos reímos un buen rato y me estuvo tomando el pelo con lo del tigre muchos años.

En aquella época ya circulaban historias de tigres y la gente tenía siempre las ventanillas del coche subidas, procurábamos no caminar solos, evitar los lugares oscuros y todas esas cosas. En confidencia nadie conocía a una víctima directamente, pero casi todos sabían de un amigo de un amigo de un familiar que había sido atacado o devorado, y gente que no había visto un tigre en su vida hablaba de epidemia, mientras yo, que había tenido ya dos encuentros no hablaba nunca con nadie.


LA ULTIMA VEZ estaba yo en el balcón. Le quedaban pocos minutos al año y todos estaban preparando las uvas y el cava mientras yo aprovechaba para fumar el último cigarrillo. Esa navidad me habían regalado un rifle de caza con mira telescópica. En aquella época estaban de moda, mucha gente tenía rifle en casa por si los tigres. Un regalo caro, la verdad, teniendo en cuenta de que nunca he sido cazador. Era al mismo tiempo una tomadura de pelo y una muestra de aprecio. Yo no suelo hablar de tigres, pero la gente que vive conmigo y me conoce, sabe, es inevitable.

Allí estaba yo, en el balcón, fumando y mirando el rifle nuevo, cuando en la calle desierta aparece un tigre. Grande. A mi me parecía un caballo. Caminando por el centro de la calzada.

Despacio.

Esta vez no me miro. Yo no podía dejar de mirarlo. Pasó delante de mí a escasos cinco metros, y en ningún momento se me ocurrió coger el rifle. Tal vez tenía miedo de herirlo y que saltara al balcón a hacerme pedazos de una vez, o me sentía incapaz de apretar el gatillo, o que se yo. Esta vez sí que no se lo conté a nadie. Era una cosa entre el tigre y yo.

Dobló la esquina y desapareció.

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