No tenía nada.
Caminaba por las calles como si fuera a algún sitio. Me detuve unos
minutos en un parque y en una parada de autobús. Subí sin billete.
No me preocupaba que el revisor me pillara. Su mano en mi brazo
hubiera sido un alivio.
Estaba lleno. El
conductor aceleraba y frenaba. Todos juntos, respirando el mismo
aire.
No hice ningún
movimiento extraño. Mi mano estaba dentro del enorme bolso cuando
quise darme cuenta. No quería robar. Era más bien curiosidad.
Adivinaba, unas tijeras de manicura, una cajita de pastillas para la
tos, un pañuelo. Mientras mi mano buceaba miraba por la ventanilla,
los árboles y los semáforos pasaban. No quería nada, de verdad que
no iba a robar nada.
Había de todo, y no
podía identificar la mayor parte de las cosas, mi brazo estaba
hundido hasta la axila en las profundidades aquellas y quise ver la
cara de esa mujer a la que estaba conociendo tan íntimamente. Pero
estaba de espaldas. Yo creo que notaba algo raro y evitaba mirarme
por miedo.
Quiero recordar que
fué un frenazo muy brusco el que me hizo perder el equilibrio. Una
cosa accidental. Pero también recuerdo con claridad el último
balanceo de las piernas, con la clara intención de caer dentro.
Había poca luz.
Estaba agotado. Creo que me dormí, no sé cuanto tiempo. Cuando
desperté encontré una botella de agua gasada y una barrita
dietética. Había de todo. El monedero era lo más grande de todo,
de piel. Estaba la documentación, y una pequeña libreta donde
apuntaba todo. Al principio era todo curiosidad, pero en realidad no
había tantas cosas.
Luego estaban los
cambios. Cuando la mano entraba era para coger o soltar algo. Las
primeras veces que rozó mi pelo con los dedos la mano retrocedió
rápidamente. Ella tenía miedo de que se le hubiera colado un ratón
en el bolso, evidentemente. Son los miedos irracionales que se
tienen. Luego volvía a introducir la mano con mucha precaución,
para comprobar que se había equivocado. Abría el bolso, incluso lo
vació un par de veces, pero yo me ocultaba en los bolsillos
interiores o en el paquete de pañuelos de papel. Me resultaba
divertido. A veces, cuando sabía que iba a meter la mano, me
colocaba de forma que encontrara mi cabeza. Me gustaba el tacto de
sus yemas en mi nuca. Qué poco me importaba todo al principio. Qué
buenas estaban las pastillas para la tos alemanas, qué bien olían
las toallitas desmaquillantes. En fin, tantas cosas.
Ella sabía todo lo
que había en el bolso. Me cuesta creer que no sospechara algo.
Cuando caminaba por calles oscuras presionaba suavemente con la axila
y yo sentía que esperaba algo de mi, pero como nunca hablábamos las
cosas eran todo suposiciones y sobreentendidos.
Me acostumbré, nos
acostumbramos, nos dejamos ir por la rutina hasta que pasó lo que
pasó.
En el parque no
había gente. Estuvo leyendo una novela sentada en un banco, tres
capítulos, comió media chocolatina y guardó la otra media. Compró
unos zapatos en el centro comercial y algo de comer para el fin de
semana. Olvidó el bolso.
Nos dejó
abandonados en el servicio de señoras. Junto al lavabo. Recordó las
bolsas de la compra, pero tenía las dos manos ocupadas.
No tuve que pensar
demasiado. Junté las monedas que había por repartidas por todos
lados, la agenda telefónica, consulté algunos números y me preparé
a salir.
Estuve unos minutos
juntando fuerzas. Primero me asomé. Había una cabina telefónica
bastante cerca. Cuando estuve seguro salté, un movimiento rápido,
hice las llamadas necesarias y solté el auricular como si quemara,
para volver, para saltar dentro y ensayar una postura adecuada, el
lugar perfecto para cuando llegara la mano de ella, comprobando que
estaba todo, tocara mi cabeza, enredándose sus dedos en mi pelo.
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