Felipe vivía en un
coche.
Uno con
problemas de alcohol. Sòlo vivía para
conseguir unas monedas y comprar un cartón de
vino. Cada vez le costaba más trabajo conseguir las monedas, salir
del coche. Estaba en las últimas, algunas veces se lo hacía todo
encima y andaba con los pantalones manchados, insultando
a la gente y anunciando a gritos el fin del mundo, provocando peleas
de las que siempre salia mal, pero cuando
tenía que salir a buscar bebida, juntaba algo de dignidad y se
arreglaba un poco para hacer la ronda.
Había una señora que le
conocía de antes de ser alcohólico. Felipe llamaba a su puerta y
ella le daba algo de comer y unas monedas. Siempre le daba una
charla, le pedía que volviera a ser el de antes.
Felipe decía que sí con
la cabeza. Le molestaba el discurso, pero necesitaba las monedas.
Sin embargo, un día la
señora lo invitó a pasar, y le habló como antes, como cuando no
bebía. Le preguntó por su mujer, por el trabajo, y le ofreció algo
de picar.
Felipe no entendía nada,
y cuando le preguntó si prefería un
refresco o una cervecita, se quedó a cuadros. Se tomó la cerveza
pero no consiguió monedas esa vez. Volvió al coche y estuvo
pensando hasta que se durmió.
Empezaron a pasar cosas
extrañas, la gente olvidaba. Alguien felicitó la
navidad a Felipe, en pleno agosto. Pedía unas monedas a un
señor por la calle y el señor le confesaba que no recordaba donde
estaba su casa. Cada vez más, gente que no recordaba donde había
dejado el coche, donde iban, o quien eran. Felipe era un buen
samaritano y los ayudaba. Les revisaba la
documentación y los acompañaba a la dirección que encontraba en la
cartera. También cogía algo de dinero, no todo, lo justo por las
molestias y para pagarse alguna botella de vino.
Cada vez que conseguía
abastecerse, se encerraba en el coche y se emborrachaba, dormía y se
emborrachaba hasta que se acababa el alcohol. Entonces salía otra
vez, y cada vez que salía, la cosa había
empeorado.
Los
podía ver por la calle. Se paraban, mirando al vacío, y parecía
que habían recordado algo importante, pero era al revés, estaban
olvidando. Al principio se ayudaban unos a otros, apuntaban
cosas en papeles y los cosían a los abrigos. Los caminantes a menudo
llevaban un cartel colgado del cuello con el
nombre y la dirección.
Los dueños de los
negocios olvidaban abrir, y a veces olvidaban cerrar. El público al
principio cogía lo que necesitaba. El bar Penalty
estaba abierto por las mañanas, un señor que había olvidado que
estaba jubilado, se encargaba de limpiar la barra y servir lo que le
pedían. Felipe no preguntaba, se tomaba su copa y le decía a todo
que sí. El señor se quejaba cuando veía a alguien pasar en pijama
o semidesnudo. Decía que se estaba perdiendo la vergüenza y Felipe
asentía, aunque sabía que lo que se estaba perdiendo era la
memoria, Pero no había necesidad de discutir.
Las
personas que podían recordar ayudaban a las desmemoriadas, pero
llegó el momento en que los desmemoriados eran mayoría, y todos
estaban en las calles, buscando sus casas.
Las licorerias abiertas de
par en par. Felipe se emborrachaba a todas horas y pasaba días
durmiendo.
Buscó a su ex mujer y le
explicó todo a su manera: él había regresado de un largo viaje y
ella no se acordaba. Volvió a la vida familiar, y estuvo unos días,
hasta que se emborrachó un poco más de la cuenta y su mujer recordó
un poco. El perdió el control y le dio un
par de bofetadas. Entonces recordó porqué
se había ido. Y se volvió a marchar.
Ya no volvió al coche.
Había muchas casas vacías, la gente caminaba sin rumbo por las
calles, con hambre, cómo una pelicula de zombis pero sin comerse a
nadie. Sólo encontraba a gente con memoria en las licorerías cuando
iba a abastecerse. Allí conoció a Dimas, otro borracho con el que
estuvo charlando hasta perder el sentido. Es bueno hablar con alguien
que se acuerda de cosas, aunque sean tonterías. Dimas decía que
había una epidemia de olvido, y que el único antídoto era el
alcohol. Alcohol en abundancia. Parecía que sabía lo que decía,
pero Felipe conocía bien las charlas de los borrachos. Todos saben
bien lo que está pasando, y están seguros de que controlan la
situación. Cuanto más borrachos están, más controlan. “Yo
controlo”, decía Dimas, y empezó a decir que
era el fin del mundo, cada vez más alto. Felipe cogió lo que
necesitaba y se alejó despacio, sin hacer movimientos bruscos.
Felipe llevaba tiempo
pensando que era el fin del mundo. Le parecía una buena razón para
estar sobrio. Cogió un traje de una tienda de modas y volvió con su
mujer. Le explicó todo lo mejor que pudo y le pidió perdón. La
mujer ya no hablaba. Le preparó una cena romántica con
spagueti y velitas y se sentó con ella a ver la tele cogidos
de la mano.
Al tercer día sin beber,
Felipe comenzó a olvidar algunas cosas. Apretaba la mano de su
mujercita y ella le devolvía una sonrisa. No había olvidado sonreir.
Foto: Ana Do.
Foto: Ana Do.
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