CASTA (1167 palabras)

EL MARTES transcurrió sin novedad. No puedo recordar ninguna particularidad. Nada, ni discordancias ni extrañezas. Sin señales.

Es triste que un día se convierta en memorable por que no pasó nada. Una jornada para la historia.

La normalidad es un bien precioso. Hubiera escrito una oda a la normalidad de ser poeta. La normalidad es el caldo donde flota la paz, la seguridad. Es la seguridad, la tranquilidad. No hay negocios sin normalidad y el trabajo no da sus frutos en un entorno inestable. Los días tranquilos, la rutina, el aburrimiento. Es tan evidente que no nos damos cuenta que la normalidad es una causa por la que merece la pena luchar.





EL MIÉRCOLES me levanté temprano para dar mi paseo semanal. Era al mismo tiempo una tradición, obligación autoimpuesta y placer. Caminar con la gente, sentir sus preocupaciones, apretujarme en el autobús. Le cedí el asiento a una señora que posiblemente trabajaba para mi. No presumo de conocer a todos mis trabajadores, pero sí me suenan las caras.

Caballerosidad no es un sentimiento anticuado. No me refiero a la caballerosidad quijotesca, luchar contra injusticias, contra molinos de viento, sino a una concepción más útil y moderna de caballerosidad. Soy amable y considerado porque me gusta el mundo y quiero que siga funcionando. Es una amabilidad egoísta, aceite que se vierte sobres los engranajes para que no dejen de funcionar.

El primer incidente ocurrió en el Luxor. Al entrar dejé el paraguas en el paraguero. Cinco minutos, no más, lo justo para ver unos gemelos que me gustaban. Cuando salía el paraguas no estaba. Se los habían llevado todos. Caminé bajo la lluvia dos minutos hasta Maxime y compré otro paraguas. Me extrañó, recuerdo haber pensado que un ladrón habría sido más eficaz llevándose el paraguero, que era de plata. Ni se me ocurrió imaginar que el objetivo era vernos corretear bajo la lluvia fina. En aquel momento no tenia información suficiente.


EL JUEVES empezaron las quejas domésticas. Todas a la vez. Habían limpiado los cristales con un producto opaco, grasa tal vez. Los pantalones quemados con la plancha, el riego excesivo de las jardineras amenazaba con quemar los rosales. No creo en las coincidencias. Hablé con Marisa en privado: le dije que tomara nota de todo y no perdiera los nervios. No me gusta la palabra sabotaje. Es darle una intencionalidad, una finalidad a algo. Pero no era mira lo que he hecho y así se queda. Pedían disculpas cuando se les reprendía, disculpas que venían acompañadas de un intento de reparación que acababa empeorando la situación. Es lo único que saben hacer, son como las tortugas que entierran la cabeza en la arena cuando las cosas se ponen feas. Al caer la noche, Marisa me mostró dos listas: una interminable de pequeños desaguisados domésticos, y otra con la lista de los componentes del servicio que había que despedir. Recuerdo que le dije: espera, que esto solo acaba de empezar. No recuerdo porqué, pero eso fue lo que dije. Yo tenia todos los elementos pero aun no encajaba nada.


EL VIERNES Estuvimos todos en la merienda mensual de La viuda. Lucía Fonteagria.

En los aparcamientos ya se veían peinados caseros y el aparcacoches había desaparecido.

El servicio nos esperaba alineado y por un momento pensé, pensamos, que las vacaciones pagadas, la mejora salarial daba sus frutos.

Todo iba bien hasta que entraron los hijos menores con la bandeja del caviar. Fuentes ya estaba borracho y hizo algunos comentarios en voz alta. No son nuestros hijos los que lleven bandejas.

Yo hice la prueba del martini. Cuando llega la bandejita miro fijamente a los ojos del camarero antes que a la copa y sé si me ha escupido o no. En esta ocasión no desvió la mirada, la mantuvo, lo que me resultó desconcertante. Luego miré instintivamente al martini y allí estaba el escupitajo, flotando. No hice escándalo, le devolví la copa y se la llevó.



EL SÁBADO Tuvimos reunión los cabeza de familia. Había sido concertada meses atrás,pero todos deseaban hablar de la extraña rebelión.

Hernan hablaba de viejas formulas y todos movíamos la cabeza porque sabíamos que ya no funcionaban.

Cortes se empeñaba en echarle la culpa a las escaleras de las bibliotecas, los libros rojos estaban en las estanterías de arriba y esos hacen algo más que quitarles el polvo.

Anibal estaba haciendo las maletas. Todavía quedaban algunos paraísos.

Davide estaba intentando identificar al enemigo, o era invisible, o era inexistente, o estaba por todas partes. Estos habían aprendido demasiado en los últimos tiempos.

Falta de acuerdo. No puedo hacer nada por cambiarlo. No se puede cambiar el desacuerdo, pero tampoco se puede cambiar el hecho de nuestra supremacía. Así ha sido, así será. Yo solo hable de eso, nuestro sitio, siempre hemos estado allí y alguien tiene que estar, nosotros sabemos estar, es nuestra única baza. La mejor baza.




EL DOMINGO Hablé con Jesús seriamente. Nunca le había abierto mi corazón pero el siempre había estado allí, esperando, nunca me había fallado. En la crisis de los astilleros estuvimos juntos y cuando las privatizaciones fue el mejor aliado. Le explique mis miedos, mis certezas, mi incapacidad para entenderlo todo sin perspectiva. Siempre he sabido que él pertenece a ellos, pero como mi mano derecha ha tenido acceso a los círculos más íntimos. Está en todas las juntas directivas y conoce algunos temas mejor que yo. Le ofrecí pasar a nuestro lado si nos proporcionaba una luz, una salida. No es el primer caso de incorporación de un extraño a nuestros círculos.

El no hablaba. En cierto punto de la conversación me interrumpió. Nunca me había interrumpido y menos para corregirme. Dijo que no eran tortugas, sino avestruces las que enterraban la cabeza. Comprendí. Despaché con naturalidad y me despedí con un buen apretón de manos. Lo apreciaba y lo apreciaré siempre. Ajustamos las agendas, la próxima reunión sería a primeros de mes pero ambos sabíamos que no nos encontraríamos más.

Cuando me quedé solo tardé menos una hora en liquidar, gestionar las quiebras, el stock y los despidos, salvando más de la mitad de los activos con unas garantías razonables.



EL LUNES Me desperté temprano, cerré las cancelas y solté los perros. Hice el desayuno y se lo llevé a la cama a mi Marisa. Las tortitas estaban espectaculares, no había perdido mano. Le dije que todo iría bien, y lo creía de verdad, me invadió una especie de euforia, como si me hubiera quitado un peso de encima. Después de desayunar subimos al mirador y estuvimos un rato en silencio, intentando adivinar la extensión de las murallas de la propiedad. Tras las murallas, se les veía lejanos, vagando por los campos, posiblemente felices, festejando su conquista. Fue entonces cuando sentí el nudo en la garganta, una emoción sincera que casi me hace llorar, porque pensaba en ellos, de verdad, en sus caras, en sus expresiones cuando descubran que ya no son necesarios, que la naturaleza es cruel con lo que sobra.

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