bolas (1315 palabras)

Querido Amigo:
El otro día le abrieron a uno la cabeza en la plaza mayor.
Un ladrillazo.
La gente comenta que tal vez los chicos estaban jugando en una obra. Seguramente apostaban a ver quien lanzaba el ladrillo más lejos. Cosas de chicos, quien sabe.
Lo que si vieron algunos fue el ladrillo volar a una altura considerable. Se comenta que el ladrillo silbaba como un obús, tal era la velocidad que llevaba.
Fue a dar en la cabeza de Serafín Méndez.
Un golpe limpio. La cabeza se abrió como una caja de puros, con un ligero chasquido, sin sangre.
Unas chicas gritaron, un señor corrió a socorrerlo, pero Serafín hizo un suave gesto con la mano rechazando ayuda y se sentó lentamente en el suelo.
Sus pensamientos comenzaron a desparramarse en todas direcciones.
Parecía mentira que en una cabeza tan pequeñita hubiera sitio para tanto pensamiento.
Eran como canicas de cristal de diferentes tamaños, algunas tan grandes como el pomo de una puerta. Botaban alegremente sobre el suelo empedrado de la plaza.
La gente, en un principio, daba pequeños saltitos para esquivarlas.
La plaza estaba llena, no se si sabré explicarte, amigo, el revuelo que allí se organizó.
Sergio, el de la panadería, haciendo alarde de unos reflejos fuera de lo común, reaccionó admirablemente, sacando un saco vacío del almacén y acercándoselo al pobre Serafín.
Serafín que parecía a punto de desvanecerse pero estaba más entero de lo que se podía esperar, asintió con la cabeza y extendió los brazos para sujetar el saco bien abierto.
Fue el mismo panadero el que empezó recogiendo los pensamientos más cercanos y echándolos al saco.
Todo el pueblo se puso manos a la obra. La plaza parecía un corral de gallinas hambrientas. Todos se agachaban y caminaban hacia el saco recogiendo los pensamientos del Sera por el camino.
Se podía mirar dentro de las bolitas. En cada una había un pensamiento del accidentado. El cachete que le dio el maestro sin tener razón, el otro cachete que le dio con razón, su primer beso, la comilona que se dio gracias a una apuesta…
El Sera sujetaba el saco y agradecía cada bolita con una leve inclinación de su cabeza limpiamente abierta. Con cada inclinación, un puñado de pensamientos brotaban de su cabeza. Don Agustín, el matasanos, no sabía que hacer, nunca había visto nada igual en sus cincuenta años de profesión, pero tuvo el acierto de sentarse tras el Sera y sujetarle el cráneo con ambas manos, cerrándolo lo mejor posible presionando con los pulgares para evitar una mayor pérdida de pensamientos.
Se comenta que la Justi, la muchacha más bonita del pueblo, cogió un pensamiento para echarlo al saco y lo miró antes de soltarlo. Era el recuerdo de una horrible punzada de dolor debida a un desengaño amoroso. Ya se sabe lo dolorosos que son esos lances.
Tanta ternura tocó el corazón de la moza que antes de soltar la canica en el saco, estaba perdidamente enamorada del Sera. Eso es lo que cuentan.
Afortunadamente la Justi acabó entrando en razón con el tiempo, en parte gracias a los consejos de las amigas que contaban haber visto otros recuerdos del Sera menos inocentes , y en parte por el empuje del Dioni, que acabó llevándola al huerto.
El que más y el que menos, todos miraron dentro de algún pensamiento del Sera, con cierto disimulo… porque aquello saltaba a la vista que era una cosa muy íntima. Algunos cayeron en la cuenta de que cuanto más lejos estaba el pensamiento del saco, más tiempo tenían para curiosear los recuerdos del vecino.
El bueno de Nicomedes, que nunca, nunca, había salido de la norma y gozaba de la más blanca reputación del pueblo, miró dentro de un pensamiento lleno de tocamientos pecaminosos adolescentes y perdió el control.
Salió corriendo de la plaza con la bola y unos mozos le dieron alcance en el arco de la Estrella y lo llevaron en volandas hasta el saco. Nicomedes soltó la bola llorando como un niño.
Sergio, el panadero tuvo que ir corriendo a buscar otro saco, y un tercero que se llenó hasta la mitad.
Cuando no quedaron más bolitas en la plaza, acarrearon al pobre Sera entre unos pocos y otros pocos se hicieron cargo de los sacos. Todo el pueblo en procesión hasta la Casa de Socorro.
Tanto el practicante como el asistente coincidieron con Don Agustín, el matasanos, en que nunca habían visto nada igual.
El pueblo en pleno esperaba en la puerta de la Casa de Socorro. El auxiliar salía de cuando en cuando contando que la cosa iba bien, que le había entrado un saco, que le había entrado otro y cada noticia era acogida con un murmullo de satisfacción.
Tres rosarios completos duró la intervención. En la cabeza del Sera entraron todas las bolitas, y aún sobró espacio que rellenaron con una minicalculadora de bolsillo, lo cual fue un acierto, porque el bueno del Sera demostró a los pocos días que podía hacer divisiones de hasta ocho cifras de cabeza.
Le cosieron con una técnica muy moderna de cirugía plástica que le dejó una cicatriz muy finita que se disimulaba perfectamente peinándose con la raya en el otro lado.
En ocho días, el bueno de Serafín volvió a pasear a la Plaza Mayor, como siempre.
Pero ya no era como antes. De repente todo el mundo tenía algo que hablar con él. Todos le buscaban conversación.
Pero el Sera no hablaba casi nada. Se limitaba a responder a las preguntas que le hacían, con monosílabos, cuando todos esperaban una charla extensa e íntima.
La gente comentaba ¿Qué le pasa al Serafín?¿No se había quedado bien?¿No se ha volcado el pueblo cuando el ha tenido problemas?.
Se mandó al Valentín, amigo del Sera de los de siempre, de confianza, de los de verdad, para que hablara con él. Estuvieron sentados en un banco tres cuartos de hora.
Al parecer, el Sera comentó que se notaba como que le faltaban recuerdos, no sabe cuales ni cuantos, y que sospechaba que alguno del pueblo se los ha quedado, no sabe porque ni para que.
Todos se echaron las manos a la cabeza. El Sera no sabe lo que dice ¿Quién va a querer lo que no es suyo? ¿Quién se atrevería a robar una cosa tan íntima en un pueblo tan honrado? Evidentemente el Sera no se ha quedado bien de la cabeza.
Pero pasó lo que nadie se esperaba. A la caída de la noche, el viejo Tomás, a sus noventa y dos años, dio la campanada acercándose a la casa del Sera y entregándole una bola. Era el recuerdo de una borrachera en la mili, en Melilla.
Serafín le da las gracias y acepta las disculpas del viejo, pero persiste en su actitud seca, al parecer siguen faltando recuerdos.
El sera sigue paseando por la plaza, y todos desean charlar con él sobre este o aquel recuerdo, pero nadie se atreve. La mirada cada vez más hosca de Serafín Mendez da pena y miedo.
Ahora, querido amigo, viene lo mío. Esto es confidencial.
Yo pisé la bolita, no se si casual o intencionadamente, una bolita pequeña que recogí con disimulo y guarde en el bolsillo.
La verdad es esa.
No es nada. Es un recuerdo muy pequeñito de una mejilla de niño apoyada en un pecho de mujer, un pecho enorme con un pezón rosado y tibio.
Sólo eso.
Lo miro de cuando en cuando, siempre que estoy solo. Poco a poco lo he ido haciendo mio.
No lo puedo devolver, ni se me pasa por la cabeza.
Si no lo devuelvo le robo al Sera. Si lo devuelvo me robo a mi.
¿Soy una mala persona?¿Tengo opción, hermano? Son preguntas retóricas, no tienes que responder.
Además, ya lo tengo decidido, me voy a hacer un llavero.
Eso es todo, un abrazo.

Bernardino.

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