Hay recuerdos que están ahí, como un coche aparcado en doble fila, con las luces de emergencia encendidas y las llaves puestas.
Sólo hay que subir y pisar el acelerador.
En la tarde calurosa, yo circulaba en el pequeño utilitario. Estaba buscando aparcamiento y daba vueltas a una manzana. Yo era jóven.
El dolor iba y venia. Yo intentaba ignorarlo y ser positivo, pero el dolor volvía cada vez con más intensidad, amenazando con quedarse cada vez. El sudor era frio a veces.
La punzada larga e insoportable tomó las riendas y empezó a decidir por mi. Había un bar, desde el coche se podía ver el letrero en el interior, al fondo a la derecha: “wc” y la silueta de un caballero con sombrero de copa y bastón dibujada en la puerta.
No había aparcamiento y el escalón de la acera era demasiado alto para montar el pequeño utilitario, un SEAT 600, pero la punzada mandaba y acometí la maniobra obligado.
En efecto, el escalón de la acera era muy alto, y cuando la primera rueda lo escaló, el viejo coche crujió. Yo y mi punzada botamos en el asiento.
Cuando la rueda trasera subió el escalón nada se pudo hacer.
Era el final de un largo viaje. A cámara rápida pasaron por mi mente todas las oportunidades que había tenido de parar y que había pospuesto por uno u otro motivo.
Me había pasado lo que nunca debiera pasar a un adulto.
Ya no había dolor, en su lugar, alivio y preocupación al mismo tiempo: ¿Cómo iba a salir de esta?
Salí del coche y cerré la puerta con llave. Comprobé que podía caminar de una pieza y a pesar del peso extra todo mi ser avanzaba como un paquete compacto.
Entré en el bar, andando muy derechito. Dije buenas tardes y pasé al aseo directamente.
Ya dentro, me consideré a salvo, era un retrete pequeñito, demasiado pequeño tal vez, pero me pareció el lugar más acogedor del mundo.
Como era de esperar, no había papel higiénico. Recordé que tenía pañuelos de papel en el coche pero ya no podía volver a por ellos.
Lentamente, me desabroché el cinturón y me dispuse a despojarme del pantalón. Afortunadamente estaba intacto, lo que no se podía decir de los calzones, que soportaban todo el peso de la responsabilidad.
Ya tenía los pantalones por la rodilla cuando advertí que los zapatos iban a suponer un problema. Antes de nada debía quitármelos y apartarlos todo lo posible del terreno de batalla.
Maniobrando con mucho cuidado, porque agacharme en aquellos momentos era un lujo que no me podía permitir, me despojé del calzado y lo arrinconé en la esquina más alejada del recinto. Esto es, justo a mi lado.
Deje caer los pantalones y los doblé con mucho cuidado sobre los zapatos. También me despojé de la camiseta para no correr riesgos.
Lo malo fue despojarme de los calzones. Todo empezó a ir mal, bajaban a duras penas y manchando. Estaba mascando la tragedia cuando tuve la genial idea: los calcetines.
Ellos me salvaron. Me los quité y los aparté en el lavabo antes de que se mancharan.
Ya seguro de que todo se iba a solucionar, enjuagué los calzones en el lavabo y los escurrí bien. Con ellos me asee las piernas lo mejor que pude y volví a enjuagarlos. También limpié lo más llamativo de la pared, el suelo y el retrete.
Después me calcé un calcetín a modo de guante y sequé a fondo tanto mi cuerpo como toda mancha visible.
Luego estiré el calcetín todo lo que pude e introduje dentro los calzones escurridos y casi limpios.
Y para rematar, el otro calcetín, que no había sido usado hasta el momento, me sirvió para guardar el calcetín usado con los calzones. De esta manera, todo mi problema se había reducido a una bola de tela.
Me volví a vestir, guardé mi bola de tela en un bolsillo del pantalón y me despedí de aquel acogedor retrete hasta nunca.
Salí del bar tan estiradito como había entrado. Arranqué el seiscientos y volví a casa donde nos duchamos yo y mi bola de tela hasta quedar libres de todo pecado.
Pero este no es mi recuerdo aparcado en doble fila. Ocurrió varias semanas después, mientras lo contaba en casa de Rafael. Recuerdo que mientras lo contaba no podíamos parar de reir. Reir hasta las lágrimas.
Ese es el recuerdo en doble fila que yo digo.
Lo que pasa que una cosa lleva a la otra.
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