Para que el niño creciera sin rencores ni malicia el padre se lo llevaba de paseo siempre que podía.
Al niño le gustaba pasear con su padre hablando de sus cosas. Más que el cine o el parque. Mejor, más barato.
A veces el padre no quería responder algunas preguntas y entonces, en la orilla del mar, lo retaba a tirar piedras.
El padre tiraba las piedras desde debajo de la cintura y las piedras rebotaban en el agua hasta cuatro veces antes de hundirse.
Al chico las piedras se le hundían sin botar, porque no poseía la técnica aún. De vez en cuando alguna botaba, lo cual era muy celebrado por ambos.
Una de esas tardes estaban tirando piedras al mar y el chico encontró una piedra más grande de lo normal y dijo:
-Papa, a que no puedes con esta.
Y el padre la cogió y la hizo botar sobre la superficie dos veces.
- Anda, eso no es una rana, es un sapo – dijo el niño, y buscó una mayor aún.
- A ver esta – la piedra casi no cabía en la mano del padre.
El hombre juntó todas sus fuerzas porque la piedra no era muy plana y para hacerla rebotar debía ir muy rápida.
Antes de que la piedra tocara el agua emergió la cabeza de un submarinista que se llevó el impacto de lleno y volvió a sumergirse inmediatamente.
Padre e hijo se miraron sorprendidos y sin decir nada, él se descalzó, se descamisó y mandó al niño a llamar por teléfono al chiringuito mientras entraba al agua a socorrer al pobre buzo.
El agua estaba muy fría, y estuvo buceando un buen rato sin resultado. Cuando salió el niño estaba con el dueño del chiringuito que traía una manta.
El hombre entró al agua dos veces más a buscar al accidentado antes de que llegara la policía.
Los policías no llevaban bañador y llamaron a unos socorristas de la cruz roja.
Los socorristas estuvieron buceando un buen rato y optaron por llamar a sus compañeros de la barca.
Llegaron los compañeros de la barca y estuvieron rastreando la zona con unos ganchos. Otros desde la orilla tiraban los ganchos a mano y los recogían rápidamente.
Tanto unos como otros y los que iban llegando preguntaban una y otra vez a padre e hijo que había pasado y donde creían que estaba el submarinista.
Una y otra vez señalaban el lugar exacto tirando una piedrecita en el mismo sitio. Llegó la hora de la merienda y ya habían tirado más de treinta piedrecitas.
Ya había muchos curiosos en la playa cuando llegaron los fotografos del periódico local. Como no había víctima aún y resultaba inútil tomar fotos del mar, los fotógrafos se dedicaron a sacar fotos a los curiosos, que saludaban a la cámara, lo que resultaba inapropiado para un suceso tan trágico. El fotógrafo más listo organizó a la gente y les explicó que si querían salir en el periódico debían mirar al mar sin saludar a la cámara ni ponerle cuernos con los dedos a los amigos. Aún así se coló algún graciosillo en la foto.
Los de la búsqueda se desesperaban a medida que caía la tarde y planteaban hipótesis que siempre pasaban por desacreditar a los testigos.
- A lo mejor ha sido un reflejo
- Un pez de estos que saltan en el momento justo…
- ¿y no puedes haber cogido una ola con la piedra?
Padre e hijo insistían cogidos de la mano en que habían visto lo que habían visto. Al principio categóricamente y luego ladeando la cabeza un poquito.
- Niño, si quieres te llevo a casa un momento y vuelvo.
- No papa, yo me quedo.
Cuando llegaron los de operaciones especiales con las barcas y los equipos autónomos ya quedaban pocos curiosos. Ni desmontaron porque era muy tarde y no había casi luz.
Un señor con bigote, jefe de todos, hasta de los curiosos, informó de que la búsqueda se cancelaba por la caída de la noche y por la escasa probabilidad de que hubiera alguien ahí abajo.
Padre e hijo se miraron y encogieron los hombros. El hombre del chiringuito les dijo donde podían dejar la manta cuando se marcharan. Los demás se disolvieron poco a poco, hasta dejar otra vez la playa con sus dos únicos testigos.
La noche caía.
- ¿Nos vamos papa?
- Espera un poco más. ¿Tú viste al submarinista?
- Si, tenía unas gafas amarillas.
- Si, amarillas, me acuerdo.
Ya era de noche. La luna estaba ahí, reflejándose en el agua. El niño esperaba que el padre le dijera algo y el padre esperaba que el chico le pidiera algo. Pero ya no hablaban, se quedaron cogidos de la mano mirando al mar.
Entonces asomó otra vez la cabeza del submarinista. No solo la cabeza, los hombros, los brazos, la cintura, esta vez continuó caminando hasta la arena. Se sentó para quitarse las aletas junto a los testigos.
- Por fin se han ido, ya no aguantaba más.
Y todo acabó bien, porque el submarinista tenia una herida en la frente y el padre tenía en el coche un botiquín y le puso una tirita de esas impermeables, que no se van con el agua.
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