Una mujer asesinó a su marido porque se negaba a llevarla al cine.
Para hacer desaparecer el cadáver fue cortándolo en pedacitos y
despachándolo poco a poco dentro de las bolsas de basura.
Cuando la policía llamó a la puerta sólo quedaba la cabeza. La mujer al verlos por la mirilla se puso nerviosa, salió al balcón y arrojó la cabeza de su marido hacia la azotea.
La cabeza quedó en una cornisa.
Abrió los ojos y vio la plaza. No reconoció el lugar. Y es que cuando no se quiere recordar no hay nada qué hacer. La plaza estaba cercada por cuatro edificios. Tres eran iguales, el cuarto había que imaginárselo (una cabeza sin tronco no puede volverse para ver el edificio en que está posada).
La gente pasaba por las aceras: mujeres con bolsas y niños con
carteras. Eran alrededor de las ocho, una buena hora para despertar. Encima del edificio de enfrente estaba el cielo, azul y con nubes. No podía girar la cabeza pero sí mover los ojos. También podía oír bastante bien. Los niños gritaban allá abajo. Atrás, un rumor intermitente monótono y molesto. Una carretera pasaba por la otra cara del edificio. Una carretera grande. Enseguida supo que debería ir aprendiendo a ignorar ese sonido.
Se le ocurrió gritar, pero no lo hizo. Quizás no necesitara ayuda.
Temió, además, que sólo saliera de su garganta un hilillo de voz tenue y ridícula. Esta duda no volvió a planteársela, pero le acompañó hasta el último día. Tampoco se preguntó que (qué) diablos hacía allí. Tal vez no estaba preparado para cosas tan complicadas. Se le vino en ese momento a la memoria una señora gorda que gritaba no se qué de un cine, de un estreno, y avanzaba amenazadora con un cuchillo de cocina en la mano. No le gustó. Prefirió abandonarse al sol primaveral que le acariciaba la calva.
Cayó la tarde. Empezaron a destacar las televisiones tras las cortinas a medida que caía la noche. Los televisores relampagueaban a un tiempo y le gustaba mirarlos todao a la vez. Según iba entrando la noche, las televisiones apagaban y las luces en las ventanas. Cerró los ojos y apoyó la nuca en la parte de atrás.
Al día siguiente, madrugador y pletórico, se planteó en que (qué) iba a
emplear el tiempo. Había varias opciones: disfrutar del paisaje, por ejemplo. Pero aquella belleza parecía insuficiente, un paisaje fijo acaba resultando aburrido, y el tedio es algo que se debe evitar.
Tomó una trascendental decisión: Se iba a dedicar a conocer todo lo
que se le ofrecía: llegar a una compenetración tal con lo que veía que
dejaran de existir los secretos. Feliz y realizado, pensó que había decidido su futuro sin ayuda de nadie, por él mismo. En esta euforia estaba cuando llegó otra vez la noche y se durmió.
Empezó la siguiente jornada con una vitalidad impropia en una cabeza
sin tronco. Se dedicó durante dos semanas a la exploración visual: cuadriculó su
campo de observación en cuatrocientas partes que fue analizando una a una, con lentitud y firmeza, como se hacen las cosas.
Feliz y realizado otra vez, decidió dedicar una semana al ocio y la
reflexión. Fue entonces cuando descubrió en él a su más temible enemigo. Se asaltó con preguntas hirientes, brutales, a las que no quería responderse. Acabó la semana a duras penas, no llegó a hundirse, consiguió recuperarse convenciéndose de lo sublime de su labor. De vez en cuando antes de dormirse le volvían las dudas, pero había sobrevivido y no iba a ceder otra vez.
En cuatro meses, llegó a conocer a todos los habitantes del bloque de
enfrente por su nombre, los unió con sus familiares, con sus coches. Conocía cada ladrillo, cada loseta, incluso podía distinguir las que estaban sueltas o cascadas.
Cuando se consideró con todos los datos, pasó a hacer juicios sobre las personas. Comparó a padres con hijos, a vecinos con vecinos. Esto le condujo a la conclusión de que todos eran iguales. Los hijos iguales a los padres, a los vecinos, los vecinos entre sí.
El caso es que su teoría empezó a llevarle de cabeza, porque en el fondo no encontraba dentro de sí nada que le diferenciara de ellos, volvían las preguntas con más fuerza y se sumió de nuevo en la desesperación porque los datos que obtenía no eran alentadores.
Se vio obligado a abandonar sus investigaciones. Se dedicó a seguir con la mirada la gente que pasaba por la acera. Le gustaba ver los pájaros que anidaban en los edificios y ocasionalmente disfrutaba con el paso de un avión en uno u otro sentido. Si el día estaba nublado, dormía.
Comenzó a prestar especial atención a una chica que cruzaba la calle dos veces al día. Por la mañana a la ida, por la acera de enfrente y por la tarde, a la vuelta por la acera que había bajo él. No podía por tanto verla a la vuelta, pero podía oír sus pasos. Poco a poco olvidó las horas solares y empezó a medir el tiempo por sus paseos. Las cosas ocurrían antes o después de que ella pasara. Aunque se había propuesto firmemente no hacer planes nunca más, trazó
un plan. El día menos pensado bajaría a decirle hola.
El día en cuestión la chica se retrasó en su segundo viaje un poco. Cuando se oyeron los pasos en el extremo de la calle todo estaba desierto. Las sienes le ardían cuando empezó a moverse. Valiéndose de la oreja izquierda, que era la que mejor movía, hacía palanca contra el suelo, buscaba el vacío. Tras el último empujón sintió que no había nada bajo él. El viento le azotó la cara durante unos segundos, después sintió el golpe y un grito. La chica estaba gritando como una loca y la gente empezaba a salir.
La cabeza había cerrado los ojos en el aire para no volverlos a abrir. Tal vez comprendió de repente que todo estaba acabado y era inútil intentar nada. También pudo ser el golpe. Estamos hablando de una altura considerable para
una persona entera, más aún para una cabeza sin tronco.
Llegaron unos hombres en un coche blanco y se llevaron el cadáver.
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