Hubo un tiempo en que algunos hombres salían a la calle con libretitas y apuntaban lo que pasaba.
Procuraban estar siempre donde las cosas ocurrían y preguntaban a quien pudiera saber algo. Luego lo juntaban todo y redactaban los sucesos antes de que cayera la noche.
Estos señores presumían de ser objetivos e imparciales, y se enfadaban si alguien sugería lo contrario.
Aunque visto lo grande que era el mundo entonces, esta claro que no podía ser imparcial un hombrecillo con una libretita.
Por la noche, todos los sucesos redactados eran impresos en grandes hojas de papel. A veces con fotografías.
Por las mañanas, muy temprano, aquellas hojas de papel eran repartidas por la ciudad, y cualquiera podía comprarlas en unos establecimientos pequeñitos que había en las esquinas.
Dentro de esas casitas había siempre alguien, que no se iba hasta que había vendido todas las hojas.
De esta manera, nuestros antepasados, mientras desayunaban, podían abrir las hojas y se enteraban de todo. Entre el café y el churro, una inundación o un estreno teatral, con el zumo de naranja, las decisiones de un gobernante o el resultado de un acontecimiento deportivo.
Así se organizaban, y empezaban el día con la realidad abierta de par en par encima de la mesa. El mundo en canal haciéndose sitio entre tazas y el cuchillo de la mantequilla. Luego, si algo les interesaba, doblaban las hojas en cuatro y leían más detenidamente algún trocito. Como si acercaran una lupa al mundo para ver algo en sus detalles.
Esos tiempos han pasado, pero pueden volver, como volvieron los pantalones de campana.
Ya te contare más curiosidades en otra conexión.
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