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Hubo un tiempo lento para Adán y Eva. Pasaban las horas hablando sin aburrirse, sinceros hasta la obscenidad, entonces se deseaban pero no necesitaban tocarse porque estaban tan, tan cerca. Se daban paz y se contaban chistes, bromeaban sobre lo bíblico de sus nombres o reían por reír, de tonterías. Un tiempo lento que acabó sin avisos, sin señales. Entonces dejaron de verse, cambiaron las velocidades y ya nunca más tuvieron paz. Por el deseo de Adán no han pasado los años. En los momentos más insospechados volvían a él las caderas de ella, su sonrisa, sus manos, sus gestos, su pelo…
Estaba Adán paseando el perro en pijama, sin afeitar. Le daba igual salir así a la calle porque no esperaba encontrarla a ella, con aquel gesto impersonal, con aquella cartera de piel, con aquel traje chaqueta. Que alegría y la llamó y ella sonrió al reconocerlo y que alegría y todo en él se despertó de golpe. Adán señaló su casa, aquella ventana, la tercera desde la izquierda pero ella no se fijaba, quinto k, Eva no tenía lápiz para apuntar el número de teléfono, pero que alegría verte, no has cambiado nada, seguía sonriendo y las palabras se amontonaban, mira que alegría verte y que tal, que tal tú, cuéntame quedamos y hablamos, eso, eso, quedamos y hablamos, que alegría más grande. Ella tenía prisa y cuando se alejaba se volvió un par de veces y sonreía, estaba magnífica y el pobre Adán en pijama. El domingo a las doce y media en la plaza de la Constitución, eso era lo único que había quedado de aquel memorable encuentro, nada impediría a Adán estar allí, había ido muy lejos y había vuelto, había comprobado que era ella y sólo ella, ahora estaba seguro y no podía recordar qué pasó, cómo la había dejado ir sin batallar, sin protestar, sin hacer ruido. El domingo se presentó una hora antes, con el traje de los domingos, con un ramito de violetas y se apoyó en la farola. La plaza era suya, llegara por donde llegara la vería venir, y no sabía si debía caminar a su encuentro o dejarla llegar con la sonrisa esa tonta que le dominaba, decidió aplazar la decisión hasta el momento mismo, mejor no adelantar acontecimientos. Naturalidad ante todo.
A las doce menos cuarto empezó a llegar gente a la plaza. Mucha gente, había un escenario montado al fondo de la plaza. Había elegido un mal día y una mala hora para quedar, si la plaza se llenaba de gente podía ser una pequeña tragedia para la cita, una gran tragedia, porque si no se encontraban esa vez habría que esperar a otro encuentro fortuito, años tal vez, a lo mejor Eva recordaba lo de quinto k, pero Adán no estaba tan seguro. A las doce ya había demasiada gente en la plaza, Adán jugaba a buscarla con la mirada y estaba seguro de reconocer su silueta y sus andares entre mil. Es verdad, había muchas, pero como ella ninguna. Él estaba confiado, aunque cabía la posibilidad de que Eva olvidara la cita. Una posibilidad remota. La gente cambia y lo que era importante deja de serlo. Pero Eva no. Eva no. A las doce y cuarto ya estaban muy apretados, había mucha policía y por la calle Central se acercaba la cabecera de una manifestación. Adán comprendió que se dirigían al escenario del fondo de la plaza. Definitivamente, había elegido el peor día y la peor hora para la cita. A las doce y media sabía que ya estaba ella en la plaza, estaba seguro, podía imaginarla buscando entre la multitud, zarandeada y achuchada por unos y otros y empezó a desesperarse porque aunque podía reconocer tu silueta entre mil, no podía ver dos metros delante de si. Se tuvo que encaramar a la farola y al ver la marea humana comprendió que nunca la iba a encontrar, tenía que ser ella la que le viera a él, y llegado el momento, acercarse hasta la farola. A las una menos cuarto ya estaban todos en la plaza y las calles adyacentes. No cabía un alfiler y Adán perdía las esperanzas, estiraba el cuello, trepaba por la farola cada vez más alto, esperando un gesto, una voz de ella, pero la multitud se lo tragaba todo. Sacó el pañuelo del bolsillo y lo agitaba con la esperanza de que ella le viera y agitara el suyo, pero no funcionó, la gente al verle respondía agitando banderines rojos, gorras, folletos y pancartas, cuanto más agitaba él, más agitaba la marea. Perdía las esperanzas. Sintió un golpe en el costado y se alegró porque creyó que era ella, pero no, era un señor que le pinchaba el costado con el palo de una bandera y se la ofrecía a él, que estaba más alto. No le pareció mala idea, era una bandera muy grande, todo el mundo le vería, ella también, aunque no pudieran encontrase, ella sabría que él había acudido y se reirían otro día de aquella accidentada cita. Todavía esperaba un milagro. Al coger la bandera dejó caer accidentalmente las violetas y la gente que había debajo las acogió con alboroto y cuando empezó a agitar la bandera la plaza se vino abajo, todo el mundo vitoreaba a la bandera y Adán la agitaba con entusiasmo, con la esperanza de que ella le viera. Entonces aceptó la idea de que no la volvería a ver, pero no estaba triste, porque había descubierto que la quería y no necesitaba verla para quererla, le bastaba con creer que ella le estaba viendo y sonreía, le bastaba con pensar en su flequillo, su risa, sus labios, su cadera, su piel, sus manos, sus pechos, sus dedos… La gente gritaba al son de la bandera y Adán se sintió cerca de ellos, aunque no sabía lo que pedían ni lo que significaba la bandera, estaba claro que todos habían venido a reclamar algo que se les negaba. Allí estaban, haciéndose ver, pidiendo a gritos lo que les pertenecía y nunca iban a tener. Y ya no podía subir más, la farola se terminaba y ya sólo le unía a ella la punta de un pie y los dedos de una mano, no sólo la bandera ondeaba, Adán también ondeaba, todos ondeaban,  Los cánticos se sincronizaban con los movimientos de la bandera, o tal vez los movimientos se acompasan a los cánticos, oe, oeeeee, ooooooooeee, tus caderas, oe, oeeee, tus pechos, oeeeeee, tu sonrisa… ¿No nos ves? Míranos Eva, no hay máquina que nos pueda contar. Míranos ahora, porque mañana te dirán que fuimos cuatro gatos.