capítulo afónico

MATÍAS. Propietario de la mercería. (I)

Yo tenía la mercería justo en frente del estanco. No tenía escaparate ¿Para qué? ¿Para enseñar los botones? Los más jóvenes empezaron a escribir las paredes con tizas. Así se comunicaban, quedaban e incluso conversaban ocupando fachadas enteras: “TE HE ESTADO ESPERANDO HASTA LAS Y CUARTO” “LAS Y CUARTO SON AHORA Y NO ESTAS” O bien: “QUE BUENO LO QUE TE HAS PERDIDO” “ESTUVE PERO NO ME VISTE” “ME PODIAS HABER DICHO ALGO” “TE ESTUVE GRITANDO, SORDA” “SI, YA” Al estanquero le hacia gracia al principio aquella forma de relacionarse, incluso fotografió alguna de aquellas conversaciones de mi fachada y la expuso en el cristal de la vitrina de los puros, como cosa graciosa aunque a mi no me hacía gracia porque era mi fachada y él lo tomaba como expresión del nuevo arte que empezaba a manifestarse y me escribía notas que no conservo porque yo entonces no sabía, me decía que no borrara las pintadas, que hacía un servicio social, un poco como cosa de broma. Pero Saúl se enamoró de Laura, y su amor fue tan fuerte que tuvo que plasmarlo en el escaparate del estanco, con rotulador imborrable. Muy bonito, conmovedor “Saul quiere a Laura” pero aquello no había forma de borrarlo. El estanquero frotó con alcohol, raspó con cuchilla, rayó incluso el cristal y Saul seguía queriendo a Laura, incluso cuando se pelearon, “Saul gilipollas” en rojo también imborrable. Desde el mostrador se podía leer al revés. Mejor no mirar, pero si la vista se le iba sola, pobre, ya no le hacía gracia. En el escaparate había un muestrario de pipas y mecheros, el estanquero ya no veía graciosos los recaditos de los muchachos en las paredes. El estanquero ya estaba muy contrariado, le dolía la cabeza de pensar en círculos, a quien le hace daño el cristal, todos hemos sido jóvenes, olas de rabia rompían en el escaparate. Pensó en tapiar el dichoso escaparate, las pipas no se vendían tanto. En esas reflexiones estaba cuando llegó el definitivo “LAURA PUTA” tan en el centro, tan grande, incomprensible, si la semana pasada se amaban tanto. El cristal nuevo llevaba un tratamiento especial que repelía cualquier tipo de pintadas, costó un pico. El estanquero no volvió jamás a sonreír cuando veía a un niño con una tiza. Nunca más tuvo ningún gesto de simpatía con los chicos que pintaban las paredes, nunca, digan lo que digan.

bonzo


Un señor entra en la gasolinera y pide cincuenta céntimos de gasolina.
La chica dice que no puede marcar una cantidad tan pequeña y consulta con el encargado. Cuchichean y el encargado entra a hablar por teléfono.
El señor se pone un poco nervioso y la chica de la gasolinera le explica que hay que hacer una operación muy sencilla para dispensar pequeñas cantidades y el encargado ha ido a buscar la llave.
Hay un silencio tenso.
La chica comenta que hace un bonito día, que dan ganas de pasear por ahí, que la vida es muy bonita, que siempre hay un motivo para seguir adelante, que...
El señor le interrumpe y le aclara que la moto se le ha quedado sin gasolina dos calles más abajo.
La chica se ríe. Tiene una risa preciosa, el señor se ríe también y cree que es necesario aclarar un ligero malentendido, pero la chica no le deja, sigue sonriendo y hablando sin parar de lo bonito que es todo y las cosas, que se arreglan cuando uno menos se lo espera.
El señor le dice que tiene la sonrisa más bonita que ha visto en su vida, pero eso parece entristecer a la chica.
Hay otro silencio.
Vuelve el encargado y le explica que tiene sacar una manguera especial para servirle. Al parecer, existe un protocolo especial para cantidades pequeñas y la cosa va a tardar un poco porque hay algún problema que se va a solucionar enseguida, le ofrece una copa de anís en un vaso de plástico y un pedazo de turrón de la bandeja que hay sobre el mostrador, para los clientes.
El señor no quiere anís, quiere cincuenta céntimos de gasolina, se pone un poco nervioso y el encargado vuelve a contarle la historia de la manguera, le pide un poco de paciencia y vuelve a entrar al reservado.
La chica ha acabado de atender a los clientes que querían cantidades mayores de combustible y vuelve a sonreír, toca la mano del señor y le pregunta si de verdad no quiere un poquito de anís, está en el mostrador para los clientes, es navidad. Se le quiebra un poco la voz y señor se da cuenta. Vuelve a explicar lo de la moto, esto es un malentendido.
Entra una pareja de la policía. Buenas tardes. El señor explica otra vez lo de la moto y lo del malentendido, el encargado observa desde el despacho y los policías se ofrecen a acompañarlo a la moto o a su casa o a donde él quiera.
El señor se despide de la chica. Adiós, bonita. Esta vez se le quiebra la voz a él, sólo un poco.
La chica le despide sin hablar, con la mano levantada y la sonrisa, hasta que sale del establecimiento flanqueado por los agentes.
Baja la mano.

el fin de las palabras

Severino se quedó sin palabras. Literalmente. Ni él mismo sabía donde habían podido ir.
Caminaba al trabajo intentando rescatar algunos nombres sencillos cuando distinguió entre la gente a Marcos. No se iba a parar, porque tenía prisa, pero lo tenía que saludar, ya le había visto y se acercaba sonriente sin dejar de mirarlo.
No podía recordar una palabra concreta para el saludo, simplemente no había palabras entre las que buscar.
Afortunadamente, al llegar a su altura todo se resolvió de manera natural. Severino alzó las cejas y levantó ligeramente la barbilla con una sonrisa que no había planeado. Marcos respondió levantando la mano derecha y dijo algo mientras se cruzaban:
—Hey.
Tampoco se quebró mucho la cabeza, pero era una palabra al menos.
Severino entró al trabajo saludando a diestro y siniestro con su movimiento de cejas. Sin problema. Antes de ocupar su escritorio Marta le recordó que había reunión. En aquel momento pensó que las palabras volverían a él en cuanto alguien le preguntara algo importante. Estaba muy relajado. Si algo le preocupaba era esa naturalidad con la que había aceptado la huida de las palabras.
El jefe tenía preparada la pizarra con un gráfico en cada esquina. Con un puntero laser explicó lo mal que iba todo y lo necesarios que iban a ser los despidos que se avecinaban. Severino miraba fijamente al jefe a los ojos sin descuidar la sonrisa. No intervino en el turno de preguntas pero el jefe le devolvió un par de miradas que le garantizaron que ese trimestre al menos no sería uno de los despedidos.
Suficiente. Eso era lo que necesitaba saber.
Puso en orden las cuentas del mes, ordenó los pedidos y tomó café con Anabel y Juanjo. No paraban de hablar sobre lo injusto de los despidos. Severino escuchaba y asentía, aunque algunas palabras no le sonaban a nada. En realidad la mayoría de las palabras eran ruidos, pero los gestos eran suficientes para entenderlo todo.
A la vuelta del trabajo el pequeño estaba jugando al fútbol con unos amiguitos y Severino al pasar hizo un par de regates y casi cuela gol.
Marisa estaba haciendo sus ejercicios de taichí en la sala de estar, la besó en el cuello mientras soltaba maletín y repitió algunos ejercicios con ella. Cuando acabaron la tabla ella le devolvió el beso y le preguntó si había tenido buen día. El sonrió y asintió con la cabeza.
Ya no quedaba ni una palabra, ni un eco. Severino escuchaba a su gente hablar y oía sonidos, reconocía voces, entendía gestos, pero no palabras.
Televisaban el partido y Marisa le había preparado algo de picar. Veinte millonarios corrían por el césped y el locutor parloteaba. Severino descubrió que ponía más énfasis en las partes aburridas del juego, seguramente para llamar la atención de los televidentes. Se emocionó con los goles como siempre. Con el segundo un poco más.
Se recostó en su sofá y se durmió plácidamente, dando gracias a la rutina.