El señor
Julián era guay. Un hombre alto y brillante que lo sabía todo y nos
lo quería enseñar.
Yo
llegaba a casa con todas esas cosas maravillosas retumbando en la
cabeza pero cuando abría la cartera y sacaba los cuadernos y los
libros no sabía por donde empezar. Todo repartido en la mesa,
desordenado. Me pasaba horas mirando las hojas, la ventana, los
tebeos, y cuando caía la noche no había hecho nada.
Un día
el señor Julián dijo que no iba a revisar los deberes. Ya eramos
mayores. Pasaría lista y nosotros solo tendríamos que decir “sí”
o “no”.
Todos
decían que sí, y yo no recuerdo si dudé un poco.
Me
dijo, “a ver el cuaderno”
Y el
cuaderno estaba vacío. No había hecho los de ese día y tampoco los
los de los días anteriores.
Me
volví a sentar y el señor Julián estuvo toda la hora hablando de
la responsabilidad, de las mentiras, de los hombres y los ratones.
Algunos compañeros se giraban a mirarme y yo no sabía donde
meterme.
Ese día
aprendí la tristeza cósmica. Que es una pelotita negra, debajo del
corazón. Una pelotita pequeña pero puedes bucear en ella todo lo
que quieras, como un astronauta flotando en el espacio.
Pasó
el tiempo, y un día me lo encontré. Lo reconocí y lo saludé. El
no se acordaba al principio, pero con el apellido se iluminó. Me
preguntó muchas cosas, como me iba, qué hacía, me contó cosas de
mis compis del cole, me miró de arriba abajo y dijo “mira que
hombretón”. Preguntaba cosas sin parar.
Estaba
bastante mayor.
Por un
momento creí que me iba a preguntar por los deberes atrasados y lo
abracé. Como se abrazaba la pareja de Continuidad De Los Parques. Lo
abracé y le susurré al oído unas palabras que eran más sentidas
que pensadas. Le dije “tranquilo, todo ha pasado, somos libres”
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