La señora Conchi me sonreía cuando entraba en su tienda y me saludaba todos los días:
- Buenos días, cordobés.
La culpa era mía, porque una extraña enfermedad me impide sentirme de un lugar si no conozco el gentilicio. Por eso le pregunté si las gentes de Arroyo eran arroyenses o arroyanos.
Le pregunté a ella porque parecía estar en ese mostrador desde antes de que Arroyo fuera Arroyo.
Me miró de arriba abajo y me dijo:
- Gente de Arroyo, nada más.
Desde entonces fui el cordobés. Hasta que llovió.
Ese día no quise cruzar la calle porque la calzada estaba encharcada. Decidí cruzar más abajo.
Al doblar la Calle de las Flores descubrí que el paso de peatones también estaba inundado. Quizás más abajo.
Comprendí porque el escaparate de los chinos era curvo, en realidad era un meandro. El agua se arremolinaba y bajaba con más violencia aún. Tenía los zapatos calados ya. Tal vez más abajo hubiera un paso seco.
Bajé hasta la curva del polideportivo, las pesadas tapas de alcantarillado saltaban alegremente borboteando agua clara. Más abajo estaba el mar, no se podía bajar más. El agua ya me había empapado hasta las rodillas, no tenía nada que perder.
Me dispuse a cruzar ignorando el agua.
No estaba tan fría. Me dejé llevar por el impulso y resultó agradable. Subí por el centro de la calzada, el agua subía por mi empeine salpicando juguetona. Cerré el inútil paraguas para usarlo como bastón.
Me crucé con un vecino que bajaba silbando, también por el centro de la calzada y me saludó con un levantamiento de cejas, propio de gentes del lugar.
Cuando entré en la tienda de la Señora Conchi sonreí pero no me saludó. Creí que le molestaba que le mojara el suelo de la tienda.
Pero no era eso.
Cuando pagué me devolvió unas monedas que no esperaba y me dijo:
- A los de Arroyo les hago el cinco.
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