La rutina me convierte en adivino.
Al doblar la esquina el niño preguntará por su madre y dirá que le duelen los pies.
Yo le preguntaré si quiere montar a caballo y a él se le olvidará todo.
No conozco la culpa ni caigo en el chantaje de la vocecita. Simplemente el niño pesa poco y no me importa llevarlo a hombros los últimos metros. Es más cómodo para mí y es pronto para decir que mama no va a volver.
Al cruzar la verja del colegio el niño me espolea con la cadera:
- Arre caballo.
Yo simulo un ligero trotecito y un día más el niño entra saludando a sus compañeros como un vaquero. Uno de sus compañeros tiene un pony en el campo, pero ninguno entra al trote como él cada mañana.
También entra en la rutina el hombre del coche grande.
Cada vez que salgo esta ahí, aparcado sobre la acera, en el sitio que nadie más puede ocupar, porque sólo ese coche puede subir el escalón.
Un coche de estos gigantescos que en la publicidad pueden subir a la cima de las montañas.
Yo veo desproporcionado llevar todas las mañanas a un niño tan pequeño en una máquina tan grande.
El hombre no me mira, nunca mira, pero esta vez tiene la ventanilla bajada y el antebrazo apoyado. Veo el tatuaje, una maraña de líneas de colores que se pierden codo arriba.
Al día siguiente la ventanilla bajada de nuevo y esta vez la camiseta deja ver hasta el hombro. Se intuye el final del tatuaje. Es una serpiente que sube desde la muñeca hasta la espalda enroscándose a lo largo de todo el brazo. El señor se estaba dando a conocer a su manera. No sabía si sólo a mí o a todos los padres.
El tercer día no había camiseta. La serpiente no iba hacia la espalda, sino que volvía sobre el hombro para mostrar las fauces amenazantes dirección al cuello. Una obra de arte y al mismo tiempo una imagen aterradora. Solo pude retirar la vista cuando había llegado a su altura.
El hombre abrió la puerta impidiéndome el paso y me invitó a café. Yo acepté enseguida, por curiosidad, pues tampoco conozco el miedo.
El hombre no se ganaba la vida hablando y tampoco quería contarme nada de su oficio porque según él, cuanto menos supiera, mejor para mí.
Sólo dijo que no estaba orgulloso de algunas cosas que ya no tenían remedio. Me contó que su trabajo le obligaba a ausentarse unos días y estaba buscando alguien para que se ocupara del niño. Pagaba bien.
A mi lo único que me conmueve es la sinceridad y estuve a punto de sincerarme con el hombre pero no me dejó. Le bastaba con ver como entraba cada día con el niño sobre la espalda.
Cuando me estaba guardando el sobre en el bolsillo sin abrirlo, note un buen fajo de billetes.
El hombre dijo que si no volvía en cinco días, lo había preparado todo para que yo recibiera mucho más.
El siguiente día el coche grande no estaba subido a la acera. Recogí a dos niños del colegio.
El pequeño se adaptó inmediatamente y congenió rápidamente con mi chico.
Merendaron estupendamente. Luego abrieron la caja de los juguetes y pusieron el salón patas arriba. Me tuve que poner serio y recogieron en un plis plas. Como se aburrían mande al chico a enseñarle la casa a su nuevo hermanito mientras yo hacía la cena.
Una tortilla de gambas. Eso nunca falla.
Vinieron corriendo. El niño decía que habían encontrado a mamá en el sótano. Yo les pregunté si habían abierto el congelador y no contestaron. Uno de ellos tenía un alambre en la mano. El nuevo no tenía culpa, pero el otro sabía que no se podía tocar ahí.
Querían enseñarme. Los seguí hasta el sótano. Ellos bajaron primero y no tuve que bajar las escaleras. En cuanto vi la cadena en el suelo y el congelador abierto, volví arriba y cerré la puerta con llave.
Ahí los dejé encerrados. Si son mayorcitos para abrir un candado con un alambre, también son mayorcitos para entender que yo soy el malo de este cuento
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